La luz de Sorolla ilumina el Prado

Con la recolección de 102 obras de todo el mundo, el museo salda una deuda con el pintor valenciano

sorolla(Juan Carlos Rodríguez) Todo un hito, Joaquín Sorolla la gran estrella del verano. Sin duda. El Prado inaugura una portentosa muestra del catálogo esencial de Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, Madrid, 1923), imprescindible en cuanto retoma para el pintor un lugar que nunca debió perder. Un referente de la pintura española del siglo XX, entre Goya y Picasso. Lo admite José Luis Díez, jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX del Prado y comisario de la muestra junto a Javier Barón, “saldamos una deuda histórica con Sorolla y le colocamos en el sitio que le corresponde”. El director del Museo del Prado, Miguel Zugaza, define la muestra como “irrepetible”, al acoger, sin excepción, todas las obras maestras de una de las “retinas más claras de la pintura moderna”.

paseo-a-la-orillaLas obras de reforma de la sede de la Hispanic Society de Nueva York han permitido a Bancaja pasear por España y en procesión a las catorce obras maestras del costumbrismo español del siglo XX que son los murales de Visiones de España. Costumbrismo pictórico, sin duda; que es tan sólo una cara, un rostro familiar y folklórico de Joaquín Sorolla. Y que, dada su inmensa calidad y su llegada al Prado por primera vez, planteaba al museo de cabecera del Estado ir más allá. Y así ha sido: 102 obras recolectadas prácticamente de todo el mundo. La luz de Sorolla deslumbra en el Prado. Por eso, tras esos inmensos catorce paneles de Visiones de España de palios y ferias, fiestas y tradición –La fiesta del pan (1913, Castilla), Semana Santa: Los Nazarenos (1914; Sevilla), Concejo del Roncal (1914, Navarra); Las grupas (1916, Valencia) o La romería (1915, Galicia), entre otros-, hay en el Prado “otros” Sorollas, igualmente populares, como lo de sus marinas, pero otros también más difuminados, más escondidos, más íntimos en el fondo y de aún mayor calidad. Todos están en el Prado. Cierto que las Visiones de España ya se han visto de Barcelona a Málaga, pero su esplendor en la pinacoteca madrileña es extraordinario, único, porque no sólo dialoga con las obras maestras que Sorolla admiró y veneró rompiendo límites temporales, sino porque, sobre todo, hablan, comentan, debaten con esas otras obras, de los “otros” Sorollas. Uno, sobre todo, que iluminó la pintura española, y la sacó de las tinieblas del 98. El resultado es así, ciertamente, espectacular, porque la imagen que queda de él es la de un pintor que supera al folklorista, más atribulado que aquel que se reduce a esas frescas marinas con niños jugando en la orilla. Hay latente, es obvio, un deseo de festejar al pintor viajero y populista con las Visiones como eje, pero el Prado trasciende al reubicar al valenciano como lo que es: un pintor titánico, impredecible, diverso de la pintura española de finales del XIX y principios del XX, nexo de unión ineludible de una pintura en transformación, previa en concepto aunque contemporánea a las vanguardias. 

Recuperación del artista

aun-dicen-pescadoY es lo que vemos. Curioso, en cuanto supone la definitiva recuperación de un pintor en parte excesivamente ninguneado, al que se le había negado un acceso incuestionable a la cumbre del siglo XX pictórico, encerrándosele en el XIX con cierta voluntad inmisericorde, configurándosele como lo que nunca fue: representante del naturalismo academicista o romanticismo reinante entonces, tendencias que supera, junto a otros renovadores, aunque, a mi juicio, algo menores en maestría, como Fortuny, Rosales, Pinazo, Madrazo, Mir, Rusiñol o Beruete. A diferencia de las exposiciones de Málaga, Valencia o Barcelona, en donde se ha expuesto las “visiones” y sus borradores, el Prado recrea una antológica, algo que no sucedía desde 1963 cuando se le encerró en las diminutas salas del Casón del Buen Retiro. José Luis Díez y Javier Barón han buscado resumir en 102 obras, que han definido como “esenciales”, el itinerario de un artista que, es cierto, se atrevió a experimentar con casi todos los istmos vigentes en su tiempo. Del impresionismo al fauvismo o el puntillismo, para fundirlos con la propia escuela clásica española, de Velázquez a Goya. De ahí el interés de ver a Sorolla en el contexto histórico del Prado, aunque no habría estado de más darle a la muestra cierta continuidad en el Reina Sofía, culminándolo con la comparación o expresión de todos esos istmos que Sorolla quiso reproducir, aunque al final, ya se sabe, no se quedara en ninguno de ellos, sino eligiendo un lenguaje propio, más clásico de lo que se piensa, pero a la vez, por encima en vigor y experimentación del romanticismo triunfante en el último tercio del XIX.

Y eso que en Sorolla no se puede eludir que, ciertamente, entre la extensa producción que firmó, en torno a 2.200 obras, hay de todo: luces y sombras, obras menores sin duda, todo tipo de tamaños y múltiples estilos, a veces meras copias, otras verdaderas recreaciones industriales, sucesión de encargos rápidamente despachados, muchas veces casi un estampista. Pero sobresale, sin duda, a esa irregularidad este Sorolla del Prado: diverso, lúdico, experimental, luminoso y trascendente, más melancólico que festivo. Más genial de lo que hemos creído, claro que el Prado también impone, también sirve al espectador de referente, de comparación, y puede que Sorolla, ahí, tenga aún hoy difícil el reto de situarle en una escala de grandes, intemporales, pintores. Pero hay algo de su frescura, de su alegría pictórica, de su triunfante concepción del movimiento y la luz, que destaca pese a todo, que le reivindica no sólo como un eslabón fundamental en la pintura española del siglo XX, sino como un pintor ineludible para un museo como el Prado. Desde las obras en donde desborda un temprano anhelo social, como ¡Aún dicen que el pescado es caro! hasta otras exuberantes en su alegría El baño del caballo o Paseo a la orilla del mar, hasta quizás su mejor época, aquella en la que a partir de 1894, encuentra por fin su estilo más reconocible, su mayor fidelidad, su respuesta a la constante búsqueda. Y que se manifiesta con esas obras en las que emerge una alabanza de la alegría y la luz.

antonio-garcia-playaY que completa con ese otro retratista espléndido, en cuando, siguiendo cierta tradición velazqueña, cierta no sólo en los rostros sino en el perfil psicológico con el que dota a sus personajes, a los que casi desnuda en su intimidad. Y ahí destacan su Autorretrato de 1904, el Retrato de Echegaray (1905) o el de Aureliano de Beruete, padre (1902). El recorrido de la exposición, fundamentalmente cronológico, se estructura en varios ámbitos temáticos que ponen de relieve la importancia que adquirieron las distintas temáticas en cada período de la carrera del artista. Así, en un espacio se han reunido los cuadros de pintura social que le dieron su primera fama en las últimas décadas del siglo XIX. A continuación, un amplio conjunto de retratos muestran la influencia en Sorolla de Velázquez en sus composiciones en los primeros años del siglo XX. En otro ámbito, se exhiben sus populares escenas de playa, pintadas en 1908 y 1909. Y para finalizar el recorrido y en una planta superior, debido a su gran formato, se sitúan los catorce paneles pintados para la Hispanic Society de Nueva York, que se consideran “epílogo” y “síntesis” de su producción. Eso sí, si van al Prado, busquen también continuar la visita en su Casa-Museo en la calle Martínez Campos, que coincidiendo con el Prado exhibe también una exposición temporal complementaria a la antológica: Sorolla y su idea de España. Estudios preparatorios para la Hispanic Society of América, en la que pretende mostrar una nueva lectura de la idea que tenía de España el pintor y que dejó reflejada en los catorce paneles que forman Visiones de España.

jcrodriguez@vidanueva.es 

En el nº 2.662 de Vida Nueva.

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