El delito no es sobrevivir del ‘top manta’

Sin papeles ni trabajo, los inmigrantes se la juegan a diario vendiendo CD piratas

(José Carlos Rodríguez Soto) Las fachadas de las casas de la vecindad con balcones enrejados en las calles del barrio de Lavapiés ofrecen un hermoso panorama desde que hace algunos años recibieran un buen lavado de cara, dispensado por el Ayuntamiento para rescatar estos rincones castizos del Madrid antiguo. Dentro, sin embargo, la realidad es muy distinta: pisos sostenidos por vigas donde la humedad y la presencia de ratas dan fe de la insalubridad que se cuece en su escondido interior. “Son lugares por los que un español no aceptaría pagar un alquiler, y menos al precio que cobran aquí, 700 euros”, comenta una vecina del barrio, que una mañana soleada charla con Vida Nueva sentada en un banco de la plaza. Sorprende haber visto pasar tres coches de Policía en menos de cinco minutos. La señora comenta que la mayor parte de las infraviviendas de la vecindad están habitadas por inmigrantes marroquíes, de Bangladesh y sobre todo africanos. 

Dos de ellos, Sam y Ramí, senegaleses, viven en uno de esos pisos de 30 metros cuadrados, donde comparten habitación con otros seis compatriotas. Ambos llegaron hace tres años en patera a Tenerife tras una accidentada travesía, procedentes del puerto de Nuadibú, en Mauritania, y al ser trasladados a Madrid se encaminaron a este barrio, donde encontraron el apoyo de otros inmigrantes de su país. Sin papeles y sin trabajo, han pasado a engrosar las filas de los vendedores de top manta, una actividad por la que reconocen ganar entre diez y quince euros al día. “Lo hacemos porque no tenemos otra alternativa y tenemos que comer, pagar el alquiler y enviar algo a nuestras familias”, explica Ramí. Con ingresos por debajo de los 400 euros al mes, no hay otra solución que comer una vez al día y vivir hacinados en infraviviendas, un fenómeno conocido hoy con nombres tan gráficos como “pisos patera” o “camas calientes”. “Aquí lo llamamos chabolismo vertical”, concluye la vecina del barrio.

Miedo constante

Sam y Ramí sobreviven a diario extendiendo su manta, en la que venden copias piratas de CD musicales y películas en DVD en las calles cercanas a la Puerta del Sol. Allí pasan las horas en un constante miedo y nerviosismo que llega a mermar la salud de muchos. Cuando alguien avista la presencia policial, todos agarran la manta con fuerza por las cuerdas preparadas a tal efecto y salen en estampida. Ambos han perdido la cuenta de las veces que han sido detenidos. En dos ocasiones fueron multados con mil euros. Tuvieron suerte, porque podían haber acabado en la cárcel, donde hay en la actualidad 63 manteros, la mayoría africanos. Hay también cientos de causas penales abiertas por el mismo delito. Otros son directamente expulsados o recluidos en Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), normalmente el paso previo a la deportación. 

Esto ocurre desde 2003, cuando la última reforma del Código Penal, en su artículo 270, castigó la venta de top manta con penas de prisión de hasta dos años, una condena más severa que la impuesta, por ejemplo, por conducir borracho, vender hachís a pequeña escala o robar -incluso con intimidación- menos de 400 euros. Hasta entonces, a no ser que mediara la denuncia del titular del derecho, la Policía sólo podía requisarles la mercancía. Detrás de este endurecimiento de la ley hubo una intensa presión de la Sociedad General de Autores (SGAE), que defendió a muerte la protección de la propiedad intelectual. Hasta la fecha, muy pocos artistas han salido en defensa de los manteros. Los actores Willy Toledo, Alberto San Juan, la cantante María Dolores Pradera y el director de cine Javier Corcuera son algunos de ellos. El silencio de muchos otros cantantes y artistas conocidos por su participación en otras campañas de derechos humanos resulta elocuente.

Cantar a la libertad, los inmigrantes y los marginados queda muy bien. Otra cosa es cuando a uno le tocan el bolsillo”, dice el sacerdote y abogado José Luis Segovia, una de las muchas personas de Iglesia que participan en esta campaña. La CONFER, la asociación Pueblos Nuevos (jesuitas) y algunas parroquias y comunidades de religiosas también están involucradas. “No hacemos apología de la vulnerabilidad de la propiedad intelectual”, precisa Segovia, “sino sólo pedimos que no se maten moscas a cañonazos”. 

Ésta es también la opinión de Kumaya, un joven senegalés que trabaja como mediador intercultural: “No pedimos que se legalice el top manta, sino que se despenalice, que no es lo mismo, porque nos parece que las penas son desproporcionadas y excesivamente duras”. Kumaya, Sam y Ramí son algunos de los inmigrantes que pertenecen a la Asociación de los Sin Papeles, uno de los grupos que, junto con El Ferrocarril Clandestino, llevan a cabo una tenaz campaña para pedir que cambie la ley. El pasado 12 de febrero, ambos grupos organizaron una manifestación en la que cientos de inmigrantes y españoles recorrieron las calles del centro de Madrid para pedir la despenalización del top manta y la libertad de los 63 manteros en prisión. “Sobrevivir no es delito”, rezaba la pancarta de cabeza. En la misma marcha estaban presentes varias decenas de ciudadanos de Bangladesh que llegaron a la capital el año pasado tras pasar cinco meses viviendo en un monte de Ceuta y a quienes se otorgó la residencia por razones humanitarias.

Criminalización

José Luis Segovia, que es también profesor de Ética Social en la Universidad Pontificia de Salamanca y miembro de El Ferrocarril, señala lo que a su juicio está en la raíz del problema: “En el contexto de pérdida de valores que tiene lugar en la sociedad española y el resto de Europa, acudimos a una inflación del Derecho Penal, que se traduce en la criminalización de la inmigración e incluso de quien proporciona hospitalidad a inmigrantes en situación irregular”. Sobre la penalización del top manta, hace una interesante observación: “Hemos cambiado los patrones culturales: mientras que en la Edad Media los monjes copistas universalizaban la cultura, hoy hemos absolutizado la propiedad intelectual hasta el punto de que quien copia se convierte en criminal”.

Segovia forma parte de un grupo de profesionales del Derecho Penal, integrado por profesores de universidad, jueces, fiscales y abogados, que pide una reforma del Código Penal para que no caiga sobre los más vulnerables con el excesivo rigor con que cae ahora. “Hay jueces, fiscales y políticos sensibles ante dramas humanos, lo mismo da que sean de izquierdas que de derechas, creyentes o no”, explica convencido. 

Pero no es sólo cuestión de conmoverse ante situaciones de pobreza. Estos profesionales ven grandes incongruencias en la ley y en su aplicación: “Conductas mucho más lesivas para la propiedad intelectual, como acceder a música y películas a través de Internet, realizadas en gran parte de los hogares donde se posee este medio, no se persiguen legalmente”, dice un documento firmado por los profesores de Derecho Penal Julián Carlos Ríos y Margarita Martínez Escamilla. Y, por supuesto, ni uno solo de los clientes que compran el producto pirateado a sabiendas ha sido multado. ¿Será casualidad?

El círculo se estrecha para los inmigrantes

El colectivo El Ferrocarril Clandestino (www.transfronterizo.net), que lleva ya recogidas 7.000 firmas para pedir la despenalización del ‘top manta’, surgió en 2005 a raíz de la crisis del salto de la valla en Ceuta, hacia donde organizaron una caravana de 300 personas para solidarizarse con los inmigrantes. Desde entonces, han continuado su lucha contra las políticas de cierre de fronteras que avanzan imparables en la Unión Europea. Dos hechos ocurridos la semana pasada han puesto en evidencia cómo se sigue estrechando el cerco a quienes han dejado sus países de origen para sobrevivir: las denuncias por presuntos malos tratos en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche y el escándalo de las órdenes cursadas a los policías nacionales para que arrestaran a cupos semanales de extranjeros sin papeles, un incidente que obligó al ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, a hacer malabarismos a la hora de dar explicaciones.

En el nº 2.650 de Vida Nueva.

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