La cruz como obsesión

El Prado acoge a Bacon, uno de los pintores más nihilistas del siglo XX

(Juan Carlos Rodríguez) Ninguna contradicción fue más lóbrega y radical en Francis Bacon (Dublín 1909-Madrid 1992) que su ateísmo y su obsesión por los símbolos clave de la fe cristiana, como la crucifixión y la figura del Papa. En cierto modo, no extraña. La vida y obra del pintor irlandés es hoy un mito artístico construido paradoja a paradoja. Es el Bacon que transforma lo sagrado en profano y dota, al mismo tiempo, a lo profano –la sexualidad, la calle, el bosque– de aura mística. La fuerza de sus pinturas no está arraigada en el ataque a la fe religiosa, tampoco, como se ha afirmado, en el desencanto ante cualquier modo de creencia. No. El dolor, la putrefacción, el malestar de sus óleos nace de una convicción enfermiza de que “vamos hacia la nada”. Sin embargo, esa incandescencia, esa angustia, la reflexión que suscitan sus obras proyectan una mirada sobre la existencia humana poseída de un esplendor metafísico casi desconocido en nuestra época.

Michael Peppiatt, acaso el único biógrafo que permitió el singular artista, explica esa obsesión por la crucifixión, que pintó una y otra vez desde la primera de 1933, e inspiración surrealista con el rojo de carnes abiertas y el dolor de un animal enjaulado: “Bacon decía que la crucifixión se acerca más a un autorretrato que a otra visión, se identificaba con Cristo y, en cierto modo, algo que nunca esclareció del todo, se sentía crucificado”. El pintor le llegó a confesar: “Hasta ahora no he encontrado otro asunto más sutil a la hora de cubrir ciertas áreas de la sensación y el comportamiento humano […]. Está claro que pintándolo trabajas tus propios sentimientos y sensaciones; se podría decir que se acerca más a un autorretrato porque trabajas todo tipo de emociones muy íntimas sobre el comportamiento o sobre la vida”.

No hay poder contra la muerte

Lo mismo, aunque en otra perspectiva, que lo que le obsesionaba del célebre retrato de Velázquez, El papa Inocencio X, no era tanto el mero hecho de que se tratase del Sumo Pontífice, sino la maestría que el pintor sevillano exhibió en el profundo retrato del hombre por entonces más poderoso del mundo. Y a Francis Bacon, que hizo 45 versiones del célebre cuadro, le atraía esa visión de que el poder, ni todo el poder del mundo, impide que lleguemos al final y la muerte nos alcance. En cierto modo, era obsesión también por Velázquez y el Barroco. Manuela Mena, comisaria de la generosa exposición que el Prado inauguró el 27, lo explica: “Entonces, como concedía Bacon, todavía había ‘un cierto tipo de posibilidades religiosas’ a las que el hombre podía aferrarse, y que ya en su siglo XX, le habían sido, según sus palabras, ‘arrebatadas por completo'”. La misma idea, para Mena, era expresada por un personaje cercano por generación a Bacon, el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, cuyos escritos seguramente conocía el pintor, según la conservadora jefe de la pinacoteca: “Avanzamos hacia una época totalmente escéptica, en que la gente, tal y como es ahora, no podrá ya tomarse en serio la religión”. Con todo, Bacon quería llenar de “cierta grandeza” ese camino fútil y gratuito hacia la muerte que consideró siempre, como “una idea insoportable”. 

La vinculación del Prado con Bacon responde al interés de la institución en hacer un homenaje a uno de los grandes creadores del siglo XX. No sólo por su vinculación estrecha con Velázquez y Goya, e incluso con Picasso, quien, según el propio artista, agitó definitivamente su vocación pictórica. También por la presencia constante del pintor como visitante en las salas de la pinacoteca. La “retrospectiva más completa” de Bacon, que viene de la Tate Modern de Londres y viajará luego al Metropolitan de Nueva York, abarca sesenta obras desde las más tempranas, en los inicios de su carrera hacia 1946, hasta los años finales de su vida, en los prolegómenos de su muerte en 1991 en Madrid. Entre las obras más destacadas, como las variaciones sobre el papa Inocencio X, se podrán ver los trípticos de la Crucifixión, el Retrato de Isabel Rawsthrone en Soho, los trípticos homenaje a George Dyer, el tríptico inspirado en T.S. Eliot y el Tríptico de 1991, con su famoso autorretrato.

En el nº 2.646 de Vida Nueva.

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