Carmen Laforet, testimonio místico

Cristina Cerezales rescata textos inéditos de su madre sobre el éxtasis que cambió su vida para siempre

(Juan Carlos Rodríguez) Una joven camina un día de 1951 por Madrid. Era un día de aquellos en los que tanteaba, buscaba una fe en Dios que no sentía. Es escritora y famosa, tiene treinta años y ha ganado el Premio Nadal con una primera novela imperecedera, inteligente y valiente, Nada, que narraba la miseria y el vacío en la España de postguerra. Se llama Carmen Laforet, por supuesto, pero cuando llegue a casa ese día no volverá a ser nunca la misma mujer. Ha experimentado, ya de vuelta, una experiencia mística que la transformará para siempre. “Me ha sucedido algo milagroso, inexpresable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que, sin embargo, tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero […]. Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer, para entender lo inexpresable… es que no se puede no creer en ello”, escribió poco después en una carta a su amiga, también novelista, Elena Fortún.

Cristina Cerezales Laforet la pública ahora íntegra en Música blanca (bajo el sello de la editorial Destino), el hermoso libro en el que se reconcilia con su madre y en el que reconstruye no sólo su proceso creativo sino, ante todo, los capítulos fundamentales de una de las biografías más desconocidas y ocultas de la literatura española contemporánea. “Creo que esa vivencia mística fue fundamental en su vida, porque, a partir de entonces, dio un bandazo absoluto –explica Cerezales–. Antes ella no tenía fe alguna, iba tanteando, buscando, pero decía que no lo sentía, ni se lo podía explicar desde la inteligencia. Sin embargo, esa iluminación fue tan fuerte, tan fundamental, comprendió la vida con otra mirada y le llamó Dios”.

A Laforet se la ha descrito, y sellado queda, como la autora precursora de la literatura feminista en España. No hay duda. Pero Cerezales desvela que la carga espiritual y religiosa de su vida y su obra, fundamental en la literatura española contemporánea, no era, simplemente, una anécdota en la que recluirla: era el motor que relanzó su vida. “Es una llamada, una hoguera, un deslumbramiento, una claridad de maravilla. Es como si se abrieran dentro de mí las puertas de la Eternidad”, según lo describió. “Esa experiencia se conocía por La mujer nueva –cuenta Cerezales–, pero ella no se quedó a gusto de cómo le quedó. Se arrepintió de sentirse, sin embargo, tan involucrada, tan mezclada, con el personaje de Paulina Goya”. Así es, y la hija rescata la voz dormida de la madre para reivindicarse, para disculparse ante la propia Paulina, en la que había impostado su experiencia haciéndole en aquella novela, Premio Nacional de Literatura en 1956, afirmar un hermoso credo: “El Amor es Dios; Dios, esa inmensa hoguera de felicidad y bien, en la que nos encontramos, nos colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos libertad para ir y vamos, si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello…”. Cerezales aclara: “Ella pensaba que se equivocó cómo condujo todo aquello, canalizándolo en una manera de entender la fe que era entonces muy restrictiva. En eso le doy voz. La esencia de la religión sí la conservó para siempre. Hasta el último momento siguió creyendo en la fe católica. Mantuvo siempre que ella sentía dentro de sí misma a Dios y al Espíritu Santo. Trasformó después su relación con la Iglesia, pero no se alejó de Dios”. Entre los papeles rescatados, se pueden leer las disculpas: “Es importante hablar contigo y decirte porqué te rechacé y dejé de pensar en ti, Paulina. Si hubiera esperado un tiempo para contar tu historia, te habría visto moverte entre muchas circunstancias que tú no podías ver en tu lucha interior… Y desde fuera vería tu ceguera”. 

Marchar en la oscuridad

Cerezales rescata páginas memorables, hasta ahora ocultas, de un misticismo asombroso, muy cercano a san Juan de la Cruz, de quien Laforet llevaba desde 1972 una cita inseparable: “Si un hombre quiere estar seguro de la ruta que sigue, tiene que cerrar los ojos y marchar en la oscuridad”. Y, sobre todo, a santa Teresa, a quien seguía y compartía con Ramón J. Sender, “anarquista órfico y neo-cristiano”, según le llamaba. Ahora se pueden leer en Música blanca esas páginas escritas años después: “Ver no es sólo ver, es comprender lo inexplicable. No puedo definir exactamente lo que es porque no existen palabras. A veces me coloco al lado de las personas que sufren porque sé que mi luz les aporta consuelo. A mis hijos ya no puedo consolarles porque yo soy su preocupación. Cuando vienen a visitarme, noto la pena en sus caras, y cuando se van, me dejan desamparada. Su tristeza me resta energía y tengo que sacudírmela de encima para seguir generando capacidad de vivir. Él permanece conmigo. A veces siento Su Presencia, y otras no, pero Él está en mí. El Espíritu Santo al que yo tanto he invocado ha atendido mis súplicas”. Y sigue, dejemos hablar a Laforet, que hizo del silencio su refugio, de Dios su cobijo: “Yo a veces desesperaba de no tener respuestas porque aún no sabía que la vida es una vibración y que la respuesta puede llegar, indiferentemente, en un punto u otro de la existencia. Ahora lo entiendo mejor […] Tengo cuatro hijos. He atravesado ya algunos túneles de horror por mi inseguridad, el rechazo de mí misma, de mi cuerpo, de mi obra… por desajustes graves en mi matrimonio… Y, sin embargo, no sé porqué este año me parece el más feliz de mi vida. Siento que tengo tanto al tener a Manuel que me quiere de veras, al tener a los niños, al tener todo esto ordenado en una armonía con un sentido de Dios. No sé, quizá sea demasiado…”.

El infatigable Sender es su antítesis. Con él, sin embargo, estableció una amistad literaria bellísima. En esa década de fértil correspondencia, separados por el exilio del novelista en los Estados Unidos, en la que Laforet le cuenta sus incertidumbres, su condición de abuela, su panorama familiar, le da a entender la separación de su esposo y le narra sus proyectos casi siempre intermitentes y le explica su concepción de la novela. Tampoco duda en transferirle su latente misticismo: “La experiencia de Dios ha sido tremenda. Primero como algo que vino de afuera. Luego una búsqueda de siete años en que hice las mayores idioteces y las dejé y me metí por todos los vericuetos de nuestro catolicismo español en lo que tiene de venero religioso y en lo que tiene de absurdo y enmohecido y todo. Luego una enfermedad física de todas estas contradicciones entre lo que hacía y mi manera de ser […] Pero siempre encuentro a Dios en todas partes”. Lo mismo hizo con Lilí Álvarez, tenista, esquiadora, otra mujer adelantada a su tiempo, autora de un libro fascinante sobre deporte y espiritualidad, a quien le dedicó La mujer nueva. Ella era la amiga que le insistía en llevarle por los caminos de Dios, la misma a quien no se atrevió a confesar “que mi alma es pagana y no tiene nada que hacer”, pero que después del acceso místico no dudó en escribirle: “No estoy trastornada en absoluto, ni nerviosa, ni desquiciada, sólo maravillada, arrodillada delante de Dios, asombrada de que me haya dado esto. Temblando de no saber conservarlo”.

Es el testimonio de “una creación literaria que tiene como objetivo el intento de compartir una parte de los sentimientos, las realidades y los misterios que viví junto a mi madre”, admite Cerezales, ufana de una obra que, sin duda, le habría gustado a Carmen Laforet, satisfecha no sólo por esa sutil combinación de memoria, novela, ensayo, autobiografía y confesión que exhibe, sino porque, por fin, vuelve a entonar su propia voz, su misterio, ese éxtasis que conservó hasta sus últimos momentos, cuando murió en Barcelona en 2004, según desvela su hija: “Vivió un declive físico interminable, pero su espíritu, en cambio, se elevaba cada vez más. En torno a ella, en su últimos años, había algo que no sé muy bien cómo explicar y por eso prefiero no hablar de ello. Como si su apariencia física fuera estática, pero su actuación, su energía, no lo era en absoluto”.

En el nº 2.645 de Vida Nueva.

Compartir