Palpar a Dios en medio del rechazo

El sanatorio Fontilles de Alicante, para enfermos de lepra, cumple 100 años

(Maria Nieves León) Estamos alrededor de 1900. Las montañas de Vall de Laguar, en Alicante, como muchas otras en España, albergan cuevas en las que se refugian enfermos de lepra. Allí viven escondidos, apartados y las familias les llevan comida y agua. Se sabe de su evolución según gastan los víveres. La gente tiene miedo. 

Antonio Guillén, el jesuita que hoy dirige el centro Fontilles, va desgranando la historia. Están viviendo la preparación del centenario de esta institución (el 17 de enero) y los medios de comunicación se acercan a diario. Incluso han realizado un interesante documental, Darrere la pell (Detrás de la piel) en el que aparecen testimonios de enfermos, médicos, historiadores y documentos recogidos por las Filmoteca Nacional, la Valenciana y la de Cataluña. Guillén comenta a Vida Nueva que algunos medios han abusado de la información y la han presentado de manera sensacionalista, sin respeto a las personas y a sus sensibilidades.

Dos hombres proféticos, el jesuita Carlos Ferrís y el abogado Joaquín Ballester, sintieron el sufrimiento de aquellas pobres gentes y comprendieron que debían hacer algo, comenta Guillén. Ambos tenían experiencia en buscar soluciones a problemas sociales. Emprendieron el proyecto, frente a la lógica oposición del entorno por miedo a la misteriosa enfermedad. Se pusieron en contacto con un médico especialista en lepra, el doctor Jaime González Castellanos, para solicitar su consejo, y le pareció bien la propuesta. Les aconsejó un sitio alto y seco, con pinos, y, después de un juicio público frente a los vecinos y comerciantes, finalmente quedó decidido el emplazamiento de una institución específica para los enfermos.

Desde el principio tuvieron una visión de altura, nada de un lazareto. Ellos soñaron el Sanatorio San Francisco de Borja, Fontilles. Pidieron un diseño ambicioso que integraba un conjunto de edificios en el valle, desde donde se divisa el mar. El lugar, espléndido. El proyecto contemplaba una granja. Eso ayudaría a la subsistencia y también a que los enfermos, en su medida, pudieran trabajar; de esta manera se sentirían útiles.

La filosofía del centro, afirma Guillén, ha sido siempre “atender a los enfermos, buscar soluciones y hacer desaparecer el estigma de la enfermedad,” para que pudiesen vivir con la dignidad de toda persona. El hospital se abrió el 17 de enero de 1909 con los primeros ocho enfermos. Venían de toda España, pero al principio no había tratamiento, no se producía la esperada mejoría, y se hundían.

Desde el comienzo, las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada han estado allí. Nos cuenta la hermana Elia que el padre Ferris llamó en 1901 a la Madre Francisca, la fundadora, con la que había colaborado en muchos proyectos, entre ellos el colegio de sordomudos, y la comprometió a enviar hermanas a trabajar en el sanatorio en cuanto se abriera. Elia, emocionada, asegura: “Fontilles fue para mí un descubrimiento, porque lo que desde fuera parece una tragedia, una cárcel, tristeza y soledad, visto desde dentro es alegría, familiaridad, complicidad. Se vive algo muy especial. Es un regalo haber estado allí. Es palpar a Dios, en medio del rechazo, y eso los enfermos lo perciben”. Nos recuerda el caso de un joven que fue a su casa de vacaciones y no le abrieron la puerta. Regresó al sanatorio y dijo: “De verdad, mi familia sois vosotros”.

La tarea de las hermanas es “lavar a los enfermos, curar sus heridas, preparar la comida, cuidar de la ropa y, sobre todo, acompañar”. Esa labor callada contribuye a dignificar a los pacientes. “Y empiezan a sonreír, a sentirse queridos”, nos relata la Hermana Rosario, de 63 años, que ha sido superiora de la comunidad.

En 1873 se había descubierto el bacilo de Hansen, origen de la enfermedad, pero no se sabía cómo se transmitía. La dirección del sanatorio quiso siempre estar al día de los avances científicos. Se consigue que aparezca una legislación expresa y que Fontilles sea reconocido como el primer hospital público especializado.

En cierto momento, tristemente se construye una muralla. Las circunstancias obligan, para prevenir las fugas. Pero, subraya el director, “el que se va, no vuelve. Fontilles pretende ser un paraíso en la tierra. Y la voluntariedad y la alegría son la base de la estancia”. Con el tiempo, la muralla pierde sentido. Y cuando se rompe, ya no se rehace. 

Fontilles va creciendo. Tiene su horno, su peluquería y van apareciendo gran cantidad de actividades. Empieza a ser un centro de atención. Hay una masa importante de voluntarios que frecuenta la institución. Bienhechores. 

Se crea luego una banda de música, grupos de teatro, rondallas, coros. Hay momentos en que son de 300 a 400 enfermos, ya es como un pueblo, una microsociedad. Empieza a haber una interactividad con los pueblos de alrededor y con otras provincias de España. Se crean asociaciones y peñas; entre ellas, con una significación especial, Alcoy, que cada año les visita, celebrando en el valle la Fiesta de Moros y Cristianos, y por San Jorge se llevan a los enfermos a su ciudad y a sus casas.

Cariño auténtico

Hemos estado en la capilla del pabellón central. Diariamente se celebran tres eucaristías, una por pabellón, por la dificultad de desplazamiento con los carritos. Lolita está contenta, dice que ésa es su casa. Se sorprende de que hayamos ido en un día tan malo, porque llueve mucho. Tito llega tarde y repite una y otra vez: “Se ha acabado, se ha acabado”. Le cogen de la mano y con cariño se lo llevan: “Luego volvemos”. La capilla central es otro edificio, pero sólo se utiliza en las grandes solemnidades y en los entierros. Sus paredes han escuchado las súplicas y recogido las lágrimas de muchos visitantes. Allí han ido a orar tanto los que no entendían el porqué de estar allí como los que pedían fuerzas para seguir ayudando. En la iglesia están enterrados Ferrís y Ballester. Hay también un cementerio donde todas las sepulturas tienen nombres conocidos, historias vividas en Fontilles. Son los enfermos, los voluntarios, los jesuitas, las religiosas. 

Los pabellones en principio estaban separados por sexos, con el paso de los años se han ido abriendo, y hasta hay un edificio para matrimonios. En otra ala del complejo están la biblioteca, que guarda publicaciones especializadas sobre los avances científicos, y el laboratorio, en el que bacteriólogos, médicos e inmunólogos del ILEP (Federación Internacional de Asociaciones de Lucha contra la Lepra), que consta de 14 miembros, trabajan por lograr un mundo sin lepra.

Hoy la lepra en España apenas existe, y, en cualquier caso, tiene cura. Ya hay medicación, pero no en todas partes hay acceso a ella. Fontilles, en fidelidad al espíritu de los fundadores, mira al Tercer Mundo: desarrolla cursos de formación para médicos y educadores sanitarios en varios países latinoamericanos; en Brasil, en concreto en San Pedro de Araguaia, varios educadores recorren inmensas extensiones con gran esfuerzo, dando pautas y ayudando en procesos infecciosos, o visitando cárceles. También están en varios países de África y Asia.

Fontilles no acabará nunca. Se abre a otras patologías asociadas a la pobreza. Donde se les necesite, allí estarán. Porque cada año todavía aparecen en el mundo 200.000 casos nuevos. Lepra o nuevas lepras. El dolor y el sufrimiento de los pobres, que la sociedad aparta. Fontilles sigue escuchando el corazón del hombre y nos llama a echarles una mano.

En el nº 2.644 de Vida Nueva.

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