En el silencio del atardecer

(Luis Alberto Gonzalo-Díez, cmf) Todos tenemos claro que nuestros enfermos y mayores cualifican y dan hondura a la vida de consagración. La vida gastada al servicio del Reino es, sin duda alguna, fuente de vitalidad, fuente de futuro. Tengo la sensación de que algunas intuiciones de renovación no llegan a buen puerto sólo por una pequeña cuestión. No se cuenta con los mayores. Claves buenas sobre determinadas presencias en ámbitos no religiosos no salen adelante justamente por excluir a aquellos que -creemos- ya no pueden subirse al carro de la renovación.

En el siglo pasado, los ancianos laicos estaban con sus familias. Y los religiosos ancianos en sus comunidades.  En pro de la misión y mejor flexibilidad de las comunidades para la evangelización, hemos creado las comunidades asistenciales. Lugares de llegada después de años en la pizarra, altar, clínica o calle. Lugares de silencio. Mucho silencio. Lugares de recuerdos y alguna soledad.

Quisiera gritar que, gracias a estos lugares, cada vez más numerosos, las congregaciones y sociedades de vida apostólica podemos hoy servir a la misión sin sofoco económico; gracias a estos habitantes anónimos de nuestras fraternidades podemos realizar obras de mejora, porque ellos y ellas supieron privarse de hacerlo. Quisiera subrayar cómo muchas realidades que hoy nos parecen normales, en la vida de nuestros hermanos enfermos y ancianos, supusieron todo un reto, un romper moldes. Quisiera agradecer cómo la fidelidad de estos hermanos y hermanas es fuerza para la nuestra, porque “no habiendo nada nuevo bajo el sol”, libraron bien el combate de la vida consagrada, en tiempos nada fáciles.

Llevo unos años de existencia en los cuales veo que vida y muerte, en singular batalla, marchan unidas, muy unidas.  Estos hermanos y hermanas enfermos nos enseñan con su postración y quietud que pocas cosas deben hacernos perder la paz: sólo la terrible sensación de sabernos solos y sin Dios…; el resto, encontrará el sentido y la explicación al atardecer, cuando volvamos a valorar el gesto, la visita, la acogida o la respuesta silenciosa de Dios. Los ancianos y ancianas de nuestras instituciones nos evangelizan con su fe, y con sus debilidades nos humanizan.  

Siempre me impresionó la espiritualidad de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados cuando, en la ancianidad, encuentran no sólo fuerza para seguir anunciando, sino que, por ellos, viendo en sus vidas a Cristo en su pasión, se levantan, oran, cuidan, trabajan y ríen de la mañana a la noche. Bien de mañana y bien de noche. Acompaño a algunas de ellas y su única pena es cuando descubren que han fallado al Señor en esos cuerpos gastados que nuestra sociedad de ricos deja en sus claustros.

Seguramente todo esto tiene que ver poco (o mucho) con la globalización, con la ecoética y con lo que está ocurriendo con la capa de ozono, pero, por si acaso, quiero recono- cer a todos aquellos y aquellas que están entregando su vida en el cuidado de los enfermos. Aquellos que viven su misión hoy poniendo esperanza en quien ya no puede. Aquellos que están sembrando vida, donde todo parece estéril, porque, como acabamos de celebrar, “para Dios nada es imposible”. Recuerdo a la hermana Raíz (claro que no era su nombre) de las carmelitas misioneras, o Teófilo Ibarreche (éste sí se llamaba así) de los claretianos, o Josefa (Pepa en su comunidad de Orense) de las hermanitas, o Santos Iztueta (en vida, obispo pobre en la selva peruana) de los pasionistas, al anciano capuchino que me confesaba en Gijón cuando no- vicio… recuerdo a tantos que sin fuerzas en la vida me dejaron la pasión por la misión, la confianza en el presente y la alegría sencilla del encuentro.

MIRADA CON LUPA

Es el tiempo de la reconversión y la creatividad. Lo que ayer fue edificar postulantados, hoy son rampas, ascensores de camillas y duchas antideslizantes. Cuánto ha mejorado la atención y los medios. Sólo tenemos un problema. Esta misión nos pilla “sin tiempo”. Las instituciones corriendo con vértigo y, en su seno, algunas comunidades van haciendo chirriar sus ruedas para llegar al oratorio. Los religiosos y religiosas a toda velocidad para no perderse lo último de la misión y, algunos ya impedidos, con todo el tiempo para recordar y soñar… para esperar que algún día tengamos tiempo. No deja de ser elocuente aquel texto entrañable de Sans Vila, operario, cuando relataba las eucaristías con religiosas ancianas: “Querían llevar el ritmo de la canción con sus sillas, y aquellos ojos brillaban y bailaban con la música”. Me pregunto, algunas veces, cómo es mi brillo y baile en la oración diaria, y cuánto mi tiempo para contemplar y agradecer el legado de mis mayores.

En el nº 2.644 de Vida Nueva.

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