Ana María Matute: “No hay nada que se pague tan caro como la inocencia”

A sus 83 años, regresa a los tiempos de la infancia

(Juan Carlos Rodríguez) Regresa Ana María Matute. Quizás con su novela más íntima y tierna. Una indagación en la memoria de su infancia, de la niña que en el fondo nunca ha dejado de ser: ésa que ama los cuartos oscuros, la mala como un “sabañón”, que provocaba el castigo para que su madre la encerrara sin postigos abiertos. Ni luz alguna. En esa oscuridad, la niña Ana María ponía a cabalgar la imaginación, que a veces era un unicornio que dejaba huellas sobre la nieve. Lo mismo, exactamente, le sucede a Adri, la protagonista y narradora de Un paraíso inhabitado (Destino), que escribe ya en la lejanía de la vejez “cuando estoy a punto de decir adiós a cuanto me rodea y me rodeó”. Lo mismo, exactamente, que puede afirmar esta escritora, única mujer novelista en la Real Academia Española, que entrega después de ocho años de silencio una obra escrita “con valentía y sin miedos”, maravillosamente consciente de que puede ser su testamento. Por ello mismo, como nunca había hecho antes, ha volcado en ella su vida, su recuerdo del poder de la imaginación, de la soledad, de la ternura, de la supervivencia. 

No es casualidad que Adri tenga cinco años cuando nace la II República. La misma edad que Matute. “La niña protagonista vive en función de sus lecturas, tal como hice yo, que siempre fui una rebelde. Yo tenía auténtica pasión por los cuentos”. Así que esta Adri/Ana María repasa las claves de una vida que para la autora barcelonesa comenzó con el “descubrimiento” de la literatura, “lo más revelador y dichoso de la infancia”. Y es que para Matute la literatura nació en ella mucho antes que los libros, en esas tardes de “cuarto oscuro”, en las largas noches de la posguerra, en las que la imaginación era el único camino posible al paraíso. Ahí están las claves de una trayectoria circular, desde Los Abel, publicada hace ya 60 años, a Olvidado Rey Gudú: realismo e imaginación. Matute siempre escribe desde la imaginación y la memoria, como una niña que no ha crecido, tal y como le gusta definirse, pero también habla de la vida, del dolor, de la incomprensión, de la hipocresía, de la inocencia. “No sé si es mi última novela, pero tengo 83 años y me paso la vida en los hospitales, que ya son prácticamente mi casa, así que cualquier día me muero. Pero aquí en la cabeza tengo muchas otras novelas, muchas ideas, mucho runrún, porque es así como nacen las novelas, con un runrún que es como el oleaje del mar aquí en la cabeza. Y ahora mismo escucho varios runrunes“. 

Lúcida e irónica, Matute admite que El paraíso inhabitado es una novela que podría culminar su trayectoria, fiel a su narrativa, de trazo sencillo y emociones que te inundan sin darte cuenta. “Me ha costado mucho tiempo, hasta dar justo el tono que yo quería, un tono sencillo y tierno, porque yo escribo para comunicar, para intercambiar sentimientos con el lector. Yo no reto al lector ni le pongo a prueba, como algunos autores irresponsables”. Y ahí está: una novela acerca de la soledad de los niños y el descubrimiento de las palabras, de la infancia que nunca se diría feliz y de cómo ésta, queramos o no, conforma el resto de nuestras vidas. “Nuestra infancia no se acaba nunca. Como dice Adriana, ‘tal vez la infancia es más larga que la vida’. Pero la infancia no es siempre un paraíso, un mundo maravilloso. Hay infancias terribles, durísimas. Antes y ahora, cuando aún hay muchos niños maltratados”, sentencia. Lo afirma porque lo ha vivido: “Entonces hay que inventarse un mundo propio para poder respirar. En el cuarto oscuro es donde está la verdadera luz. Yo misma, sin esa capacidad para inventarme mi propia felicidad, no hubiera llegado hasta aquí. La vida es maravillosa; es la gente quien te la estropea”. 

Referencias autobiográficas

Según Matute, “ni la historia, ni la familia protagonista, ni las circunstancias son las mías, pero en cierto modo sí que ésta es la novela en la que más estoy yo. Prácticamente, la única de mis novelas que incluye referencias autobiográficas”. Por ejemplo, es una novela de descubrimiento del amor: del amor hacia un padre invisible al que añora y del amor platónico hacia un niño, Gravrila, un ángel rubio que habla con un raro acento, porque “los niños también se enamoran y sienten amor y odio”; de la ausencia de sus hermanos y de la experiencia cruel de la “ruptura”, de la “separación”, de la hipocresía. Quizás por eso, su novela comienza con una frase que lo dice todo: “Nací cuando mis padres ya no se querían” y, a continuación, recorre el arduo camino de la pérdida, del no sentirse tampoco querido. “Quizás es ahora, con esta edad, cuando he podido escribir de mi vida. Ha sido doloroso. No sé muy bien por qué. Porque para mí, la literatura es un refugio, un modo de estar y ser en el mundo. En realidad, podría decir que la literatura es la vida de verdad”. Y, lo ha podido comprobar, también es una cura, una terapia, un motivo para agarrarse a la vida. “Sí -contesta-, creo que si estoy ahora aquí es gracias a la novela; me ha hecho vivir, después de un año terrible saliendo y entrando en los hospitales”.

Pero aquí está, aún atravesando el espejo de su propia imaginación, de su inocencia que siente aún intacta, amenazada por esos Gigantes, los adultos que a Adri le amargan la existencia hasta que lograba esconderse de ellos. “Nunca me he desprendido del todo de la infancia, y eso se paga caro. La inocencia es un lujo que uno no se puede permitir y del que te quieren despertar a bofetadas. No hay nada que se pague tan caro como la inocencia. E inocencia es contar las cosas como son. Te lo hacen pagar muy caro, porque no eres políticamente correcta”. Ese espíritu libre tan suyo es quizás lo que le ha impedido ganar el Premio Cervantes: “Soy un pájaro libre que no se ha encuadrado en modas ni tendencias ni grupos”. Esto es, nunca se casó con nadie, ni conoció confabulaciones ni guerrillas. “No me van a dar el Cervantes, nunca lo he esperado. Pero no por ser mujer, sino, simplemente, porque no les debo de gustar a los que lo dan. No les gusta cómo escribo, y punto. Aunque si me lo dieran, daría unos botes tremendos”, añade con la misma inocencia que le lleva a admitir como “lamentable” que sea la única mujer novelista en la RAE. 

En el nº 2.642 de Vida Nueva.

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