¿Hay que reformar el Código de Derecho Canónico?

(Vida Nueva) Acaban de cumplirse 25 años de la entrada en vigor del actual Código de Derecho Canónico, buena ocasión para analizar su estado de salud. Los profesores Antonio Viana (Navarra) y Carmen Peña (Comillas) argumentan en los Enfoques la conveniencia o no de revisar y/o actualizar este texto de 1983.

Ocasión para recordar y renovar

(Antonio Viana Tomé – Profesor de la Facultad de Derecho Canónico. Universidad de Navarra) El vigente Código de Derecho Canónico fue promulgado por el papa Juan Pablo II el 25 de enero de 1983 y entró en vigor el primer domingo de Adviento de aquel mismo año. A lo largo de 2008, se celebra, por tanto, el XXV aniversario de aquel acontecimiento. El Código constituye una recopilación de leyes en forma de breves disposiciones o cánones que resumen la principal legislación aplicable a la Iglesia latina. Las Iglesias orientales católicas se rigen también por un Código especial publicado en 1990. De este modo, la Iglesia ha optado por un sistema legislativo formalmente semejante al de las codificaciones civiles de los siglos XIX y XX, aunque con diferencias fundamentales, que vienen dadas por la misma naturaleza del Derecho eclesial.

El Código de Derecho Canónico fue presentado desde el primer momento como una legislación que respondía a la doctrina y al espíritu del Concilio Vaticano II. La Iglesia no es solamente una comunidad de doctrina y culto, sino que también incluye entre sus grandes funciones la tarea de gobernar a los fieles hacia su destino sobrenatural, como consta en el mandato apostólico de Jesús (Mt 28, 19 y 20). El Derecho en la vida de la Iglesia no es una superestructura incómoda de la que se pueda o se deba prescindir, ni responde tampoco a simples criterios funcionales de organización social. El Derecho está enraizado en la estructura sacramental de la Iglesia y es instrumento para fortalecer la comunión y el mismo esfuerzo evangelizador del Pueblo de Dios. La celebración del Concilio Vaticano II (1962-1965) vino a exigir una amplia revisión del Derecho canónico, con el fin de facilitar el desarrollo de las funciones eclesiales de enseñar, santificar y gobernar sobre unas bases renovadas.

No pocos centros universitarios han considerado que el vigésimo quinto aniversario de la promulgación del Código de Derecho Canónico de 1983 es una buena ocasión de hacer síntesis y balance de estos cinco lustros de legislación y reformas. Hace unas semanas se celebró en la Universidad de Navarra un curso en el que los participantes pudieron hacer balance no sólo de la aplicación del Código de Derecho Canónico en estos años, sino también de la importante legislación complementaria y especial que le ha seguido en las diversas Iglesias locales. 

Es el momento de hacer una pausa y reflexionar sobre el camino recorrido: dónde estamos, cómo se va aplicando la legislación, cuál es la situación actual de los diversos sectores del Derecho, hacia dónde evolucionan las decisiones de los jueces, qué piden hoy la Iglesia y la sociedad civil de la ciencia canónica. El trascurso de estos cinco lustros ha puesto de relieve al mismo tiempo que el Derecho del Pueblo de Dios no está ligado exclusivamente al Código, que es solamente una manifestación del orden jurídico de la Iglesia. Más importante es que se consolide en la comunidad eclesial una estima y valoración del elemento jurídico que vaya más allá de la simple disciplina externa y comprenda su esencial orientación al servicio de los fieles y de sus necesidades espirituales.

En efecto, el papa Juan Pablo II recordaba, con ocasión del décimo aniversario del Código de Derecho Canónico, que el conocimiento y recta aplicación del Derecho contribuye al robustecimiento de la comunión. Pero, además de ayudar a la Iglesia al cumplimiento de su misión, el Derecho canónico -decía el Papa- “adquiere una dimensión de ejemplaridad para las sociedades civiles llevándolas a considerar el poder y su ordenación como un servicio a la comunidad, en el supremo interés de la persona humana”. Y añadía en aquella ocasión el gran Pontífice: “En el esfuerzo renovado de la Iglesia por una nueva evangelización, a la vista del tercer milenio cristiano, el Derecho canónico, como ordenamiento específico e indispensable del conjunto eclesial, no dejará de contribuir eficazmente a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo, si todos los componentes eclesiales saben interpretarlo con inteligencia y aplicarlo fielmente”.

La experiencia del Derecho de la Iglesia, las bases sobre las que se construye, la finalidad salvadora que lo orienta, los instrumentos de flexibilidad que le son propios, son valores de tal categoría que merecen ser conservados, promovidos y adaptados a las nuevas situaciones. El aniversario que celebramos puede ser la ocasión de recordar y renovar la aplicación de estos grandes principios.

Cuestiones aún pendientes

(Carmen Peña García– Facultad de Derecho Canónico. Universidad Pontificia Comillas) Hace 25 años, el 27 de noviembre de 1983, entraba en vigor el actual Código de Derecho Canónico, promulgado el 25 de enero de ese mismo año. 

Veinticinco años de vigencia. Buen momento para hacer un alto y valorar lo que ha supuesto el Código en la vida de la Iglesia, destacando las aportaciones de este texto legislativo y, quizás también, algunas cuestiones susceptibles de modificación.

El Código de 1983 culminó un largo proceso de renovación del Derecho anterior, guiado por la voluntad de traducir a lenguaje jurídico las aportaciones del Vaticano II y hacerlas eficaces. En su redacción primó el carácter pastoral del Derecho y la voluntad de plasmar principios como el de comunión, subsidiariedad y descentralización; la igualdad fundamental de todos los fieles, con explicitación de sus derechos y deberes y creación de cauces para su participación en la vida eclesial; la mejora de la tutela judicial de los derechos subjetivos; la evitación de conflictos entre fuero externo y fuero interno, etc. Las principales novedades del Código reflejan este carácter instrumental respecto a la eclesiología conciliar: concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios y de la Jerarquía como servicio, acentuación de la comunión, participación de los fieles en la triple misión de Cristo, regulación de un estatuto jurídico de los laicos, o el principio ecuménico.

Pero el reconocimiento de las aportaciones y logros del actual Código no puede llevarnos a una actitud de complacencia, sino de discernimiento crítico sobre aquellas cuestiones aún pendientes de articular, o necesitadas quizás de reforma. Al margen de algunas cuestiones complejas y necesitadas de profundización teológico-canónica, como la sacramentalidad del matrimonio celebrado sin fe, existen en el Código puntos concretos necesitados de reformulación por el legislador: entre otros, la regulación del “abandono de la Iglesia por acto formal”, en su dimensión matrimonial y penal; la discutible articulación de los capítulos de error en materia matrimonial, que deja sin cobertura legal supuestos claros de error invalidante; algunas limitaciones potencialmente peligrosas para el derecho de defensa, como la posibilidad de pruebas secretas o la no admisión de abogados en el procedimiento super rato; la reserva a los varones de los ministerios laicales estables de lector y acólito (c. 230,1), injustificada discriminación hacia la mujer en contra de la fundamental igualdad de todos los laicos (de hecho, recientemente el Sínodo de los Obispos ha propuesto la admisión de las mujeres al ministerio estable del lectorado), etc.

Asimismo, pese al avance que supone la actual regulación respecto al ordenamiento anterior, en algunas materias se constata que los principios rectores que guiaron la reforma codicial no lograron adecuado desarrollo en el texto definitivo, como ocurre con la tutela de los derechos de los fieles y la regulación del recurso administrativo frente a los actos de la autoridad, echándose de menos una regulación más flexible y realista del recurso jerárquico, o la creación de tribunales administrativos a nivel de Iglesias locales. Igualmente, el Código abre novedosas vías de participación de los laicos -y de la mujer- en cargos de responsabilidad eclesial, pero muchas de las facultades reconocidas tienen carácter extraordinario, viniendo subordinadas a la ausencia de ministros ordenados, o bien se establecen trabas al ejercicio de las mismas por laicos (por ejemplo, para su nombramiento como juez eclesiástico).

En otras ocasiones, el problema no es tanto el texto legal cuanto su aplicación práctica: abuso del procedimiento administrativo -frente al judicial- en la imposición de penas canónicas; ausencia en muchas diócesis de una normativa sobre costas judiciales, gratuito patrocinio o acceso de los abogados al elenco del tribunal, con el peligro de arbitrariedad e inseguridad jurídica que ello implica; reticencia a la hora de encomendar a laicos -varones o mujeres- el ejercicio de aquellos oficios y responsabilidades eclesiales que el Código les abre, etc.

En conclusión, el actual Código de Derecho Canónico, aunque promulgado hace ya 25 años, goza de buena salud y continúa manteniendo toda su vigencia como reflejo de una Iglesia inspirada en las luminosas percepciones del Concilio Vaticano II. Pero el derecho es algo vivo y dinámico, por lo que no debe asustar la modificación puntual de aspectos que se constatan necesitados de cambio, teniendo siempre en cuenta, en la elaboración y aplicación de la norma, que la salus animarum, el bien de los fieles, es la ley suprema de la Iglesia.

En el nº 2.639 de Vida Nueva.

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