Marsé: “El Cervantes me sienta espléndidamente”

El novelista barcelonés gana por fin el galardón más preciado de las letras hispanas

(Juan Carlos Rodríguez) El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio, y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror”. Es el nuevo -y flamante- Premio Cervantes retratado por Juan Marsé. O sea, Marsé visto por él mismo. Sí, ¡por fin!, Juan Marsé, Premio Cervantes. El paseo implacable, doloroso, repleto de sueños, fantasías y anhelos de Juan Marsé (Barcelona, 1933) desde la posguerra recibe un galardón que debió haber llegado mucho antes. Año a año, se había quedado a las puertas. Su rebeldía e independencia, su no casarse con nadie, lo habían ido marginando. Pero ya está: un soplo de justicia al Cervantes. Un premio justo, necesario y excepcional. Marsé, habitualmente indolente a los agasajos y galardones, habrá suspirado. Ya se acabaron los despechos que, año tras año, con cada fallo del Cervantes, padecía. Ahora, a disfrutarlo. 

 “¿Me ha tocado?”. Fue lo primero que preguntó. Después, se pensó la respuesta: “Es obvio cómo me sienta este premio, espléndidamente”. Esa es la verdad de Marsé: cronista de una Barcelona enmudecida y oscura, la de un lenguaje que nació en la posguerra de innegable riqueza, ingenio y tenacidad. Su estilo fluido, transparente y natural, dibuja un particular escenario, con una bruma de hambre y de angustia, pero también de poder evocador, de supervivencia y de sueños. “Mis novelas preferidas son cuatro: Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, El embrujo de Shanghai y Rabos de lagartija“. Cuatro novelas que resumen su obra, las cuatro fundamentales, paradas obligatorias de todo lector. Aunque admite que su “debilidad” es su primera novela, Encerrados con un solo juguete (1961). “La literatura me sirve para recuperar un tiempo perdido -explicó- en un mundo que, a veces, no te acaba de convencer y que te empuja a buscar un mundo alternativo. Escribo para evocar algunas experiencias que no he tenido y que me hubiera gustado tener y, naturalmente, como búsqueda de una determinada forma de belleza”.

Marsé es una novela, literatura pura. “Es un verdadero dechado de esmero estilístico y es quien sigue teniendo más saludable capacidad  indagatoria. Sin duda, es uno de los grandes novelistas del último medio siglo. Su obra es ya madura, de gran calidad y de penetración, de interpretación de la realidad”. Es una disección del poeta José Manuel Caballero Bonald, aspirante al Cervantes, junto a Ana María Matute, y que lo ganarán más pronto que tarde. Pero el premio tenía dueño, sobre todo después de la modificación de las bases, que nombraba por fin un jurado sin deudos políticos. “Ya era hora -afima Javier Cercas-. Es un escritor que está muy presente en lo que se está escribiendo ahora mismo en España, su influencia ha sido inmensa, es un tipo del que todos hemos aprendido. O sea, querido por todos”. Arturo Pérez-Reverte añade: “Tan sólo héroes como Juan Marsé o Eduardo Mendoza consiguieron mantener el hilo sutil pero todavía firme con la literatura que te cuenta cosas”. Y, por referencia, Mendoza: “Me gusta Marsé porque nunca ha escrito una página donde no pase algo interesante. Y porque es el último de los viejos rockeros”.

‘Marselona’

Marsé, trabajador en un taller de joyería barcelonés, castellanohablante, autodidacta, aislado de la ‘gauche divine’ y de todos esos retoños de la burguesía catalana que coparon la literatura de los años setenta, partía de sus propias vivencias para la construcción de un mundo personal, el de la Barcelona del Guinardó, de Gràcia, de posguerra y sus marginados, proletarios, sombras del pasado que seguían andando las calles. Este universo de Marsé encontró posiblemente su obra maestra en Si te dicen que caí o en una fecha iniciática, 1965, con la publicación de Últimas tardes con Teresa. Y es que todos sus personajes son un poco los herederos de Pijoaparte, aquel proletario enamoradizo que Marsé hizo nacer para siempre en aquella extraordinaria novela, con la que inauguraba un camino original y subterráneo en la literatura española. Y que se ha ido renovando con el tiempo, a veces humorísticamente, como en El amante bilingüe, o profundizando en temas colaterales, como en Rabos de lagartija, y que también transcurre en Barcelona entre 1945 y 1951. Con unas u otras, Marsé ha logrado conformar un mundo propio, inspirado en ciertos rasgos autobiográficos, sobre los que el autor ha ido levantando sus no siempre fáciles historias. Ironía, ternura, independencia, evocaciones históricas, inmisericorde dureza e independencia, realismos, imaginación, sueños.

Eduardo Jordá sostiene: “Juan Marsé es uno de los más grandes novelistas en castellano de estos últimos cincuenta años. Le debemos la creación de una ciudad que a mí me gusta llamar Marselona, una ciudad que no existe en ningún mapa, pero que cualquier lector puede recorrer con los ojos cerrados. Y Marselona no está en el barrio del Guinardó ni en algunas calles de Gràcia, porque Marselona está en todas partes y no está en ninguna”. Esa Marselona subyugante. “Me gusta porque, a partir de una realidad que estaba ahí y que a poca gente interesaba, supo crear un mundo que es a la vez personal y un retrato espléndido de la Barcelona de una época”, explica Juan Marsé, en un juico que completa Félix de Azúa: “Es una alegría para quienes conciben la novela no sólo como un ejercicio de perfección, sino también como un ritual en el que perdura el encantamiento de los cuentos y las historias oídas al calor del hogar”. 

Marsé nació de una novela. Y así le ha ido. A Marsé no le ha importado rememorar la historia que le había contado su madre adoptiva cuando era pequeño. Fue ahijado por ella y su marido cuando subieron a un taxi, después de perder a un hijo y de saber que nunca más podrían tener otros. El taxista, su padre biológico a quien nunca conoció, acababa de perder a su mujer en un parto. El niño era Juan Marsé. “Mi historia explicada por mi madre era tan mágica que me quedé con ella, y aunque ahora parece que no fue así, a mí me da lo mismo”. De todas maneras, en la novela que está escribiendo, algo de ello habrá “aunque muy enmascarado”. Porque Marsé escribe, no se detiene, aunque ahora se demora, él que siempre ha dicho que le gusta más escribir que publicar, en castellano por supuesto. “Cada uno escribe en la lengua que quiere, y en todo caso defiendo mi derecho a escribir en la lengua que me dé la gana, porque la lengua es un vehículo, una manera de entender y yo no soy en absoluto nacionalista. Cuando me hablan de banderas, meto la mano en el bolsillo porque creo que me van a robar la cartera”. Ésta es su reacción a la absurda polémica con la que en Cataluña se ha vilipendiado a su más insigne escritor. 

Merecido premio

Sólo queda lamentar la tardanza, porque parecía inconcebible que Marsé, uno de los grandes novelistas de la literatura española, no hubiese sido tocado por la varita de los premios ministeriales. No lo necesitaba, pero, puestos a elegir trayectorias fundamentales en la literatura escrita en español, a uno y otro lado del Atlántico, ¿no era Marsé, acaso, la gran deuda pendiente? Los galardones que ha recibido habían sido, hasta ahora, de índole comercial o privada, desde aquel lejano Biblioteca Breve, que le lanzó a la fama, hasta el Planeta de La muchacha de las bragas de oro, pasando por el México o el reciente Juan Rulfo. Tan sólo el Premio Nacional de Narrativa a Rabos de lagartija, su última obra maestra, en 2001. Desde entonces, su candidatura al Cervantes era un grito a voces, desde entonces se quedaba en el último escalón. Pero ahora ya ha subido el peldaño que le faltaba. Un merecido reconocimiento, para el que ha hecho falta revolver Roma con Santiago y elegir un jurado, por primera vez, literario y no político. Menos mal.

En el nº 2.639 de Vida Nueva.

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