Los misioneros, signos contra la desesperanza

República Democrática del Congo

(José Carlos Rodríguez Soto) “A pesar de todo, nosotras no hemos sufrido tanto como ha sufrido nuestro querido pueblo. Menos mal que esto me ha pasado a mí, y no a nuestras hermanas congoleñas jóvenes”. Con esta serenidad se expresa en comunicación con Vida Nueva Presentación López Vivar, misionera de la congregación de San José de Gerona, quien convalece en un hospital de Johannesburgo (Sudáfrica) después de que le fueran amputadas las piernas tras estallarle un obús en la misión de Rutshuru, en el este de la República Democrática del Congo, donde esta religiosa burgalesa trabajó 12 años como enfermera.

Su inesperado calvario le cayó encima el 28 de octubre. Aquel día hubo durísimos bombardeos en Rutshuru desde las seis de la mañana hasta mediodía y la hermana Presentación estaba sola en la casa de su comunidad mientras sus compañeras -una española y tres congoleñas- se afanaban por atender a los pacientes en el dispensario-maternidad de la misión. Un proyectil impactó en la casa, que se vino abajo. Sepultada bajo los escombros, y con las piernas destrozadas, gritó, pero nadie pudo oírla. Allí permaneció cuatro horas hasta que logró hacer varias llamadas con el móvil. Cuando  acudieron a rescatarla, estaba medio inconsciente. Tras recibir las primeras atenciones en el hospital de Médicos Sin Fronteras, pudo ser evacuada a Sudáfrica en un avión medicalizado, con ayuda de la embajada española en Kinshasa y de la Misión de la ONU para la República Democrática de Congo (MONUC). En el hospital de Johannesburgo, Presentación reza por la gente de su misión, a la que ha visto hundirse en un mar de desesperación durante los últimos años hasta llegar a la situación actual. Según su propio testimonio, las ayudas humanitarias no cubren lo mínimo que necesitan las miles de personas que han tenido que huir de sus casas.

Rutshuru es una de las localidades de la provincia del Kivu Norte, en el este de la República Democrática del Congo, que ha sufrido los duros enfrentamientos entre las fuerzas gubernamentales y los rebeldes del Consejo Nacional para la Defensa del Pueblo (CNDP) del general tutsi Laurent Nkunda, quienes hace pocos días mataron a varias decenas de civiles al tomar la ciudad de Kiwanja, provocando una nueva oleada de pánico. Según un religioso que trabaja en la zona, en la noche del 4 al 5 de noviembre, durante la masacre en Kiwanja, “un grupo de religiosas que dirigen un centro de salud y a quienes ya les habían robado todo pocos días antes, pasaron las horas entre los pasillos de la casa, con los muros retumbando, el ruido de los fusiles y las voces de los combatientes gritando fuera. Esperaron todo el día a que la MONUC viniera, pero la MONUC no hizo nada”. 

El estallido de estas nuevas hostilidades empezó a finales de agosto, al romper las fuerzas de Nkunda un acuerdo de paz firmado en enero de este año. Nkunda dice estar luchando para proteger a los tutsis congoleños, conocidos como banyamulenge, pero, en realidad, es un pretexto para que su principal valedor, Ruanda, pueda volver a controlar esta zona fronteriza y explotar sus abundantes recursos minerales. Esta guerra es la tercera que estalla en esta región desde 1996. La segunda de ellas, de 1998 a 2003, provocó al menos cuatro millones de muertos y llegaron a combatir en ella ejércitos de siete países africanos. A pesar de los acuerdos de paz, los abusos perpetrados por las bandas armadas contra la población han dejado en los últimos años un millón de desplazados. A ellos se han sumado otros 300.000 en las últimas semanas.  

Unos 5.000 de ellos viven desde hace varias semanas en el centro de los salesianos en Ngangi, un barrio de Goma, la capital del Kivu Norte, situada a 80 kilómetros al sur de Rutshuru. Allí, el salesiano Mario Pérez, otros tres salesianos congoleños y varios voluntarios italianos proporcionan acogida, educación y asistencia sanitaria a más de dos mil niños, entre los que hay muchos huérfanos, antiguos milicianos reclutados a la fuerza y jóvenes que han sufrido toda clase de abusos cuando vivían en la calle. Este jovial sacerdote venezolano se mueve entre ellos como pez en el agua, con una sonrisa para todos. Cuando finalmente -el pasado domingo día 9- consigo hablar por teléfono con él, su voz suena cansada por la tensión de tantas semanas, pero deja claro que él y el resto de los misioneros quieren permanecer allí, con la gente: “En nuestras dependencias tenemos, además de los 3.000 niños del centro, otros 800 que han llegado recientemente y que no tienen familia, más unas 200 mujeres con bebés y otros más, hasta llegar a 5.000”. 

En Goma se han vivido jornadas de enorme tensión, según relata el religioso: “Hace pocos días, los combates llegaron a cinco kilómetros de la ciudad, y eso provocó la entrada en masa de varios miles de desplazados que venían de los campos situados al norte. Durante varios días vivimos una enorme tensión, temiendo que los rebeldes podían atacar la ciudad y, al mismo tiempo, sufriendo las represalias de una parte del Ejército del Congo en retirada, que se dedicó a saquear casas y robar a la gente por las calles. Muchos se marcharon hacia los campos situados al norte, para recibir las ayudas alimentarias de la ONU, pero hace tres días, los soldados empezaron a disparar intencionadamente para hacer que la gente volviera de nuevo a la ciudad”. En Goma falta agua potable, la comida escasea y la poca que se encuentra en las tiendas ha subido de precio. También se han declarado cientos de casos de cólera. “Por favor, ayudadnos a pasar este mensaje, para que esta tragedia se conozca”, pide este religioso a Vida Nueva.

Al pie de la cruz

También en Goma se encuentra el jesuita español Juanjo Aguado, quien trabaja con el Servicio Jesuita al Refugiado. Al otro lado del hilo telefónico su voz suena seria, pero con un timbre de esperanza. Me habla mientras está a punto de salir para los campos de desplazados situados a varios kilómetros de esta ciudad y promete enviarme, con calma, algunos apuntes de cómo está viviendo esta situación, que describe como “inesperada e intensa”. Cuando, finalmente, recibo su correo, leo estas palabras: “Me siento, salvando las distancias, en sintonía con la experiencia de María al pie de la cruz. Con la carretera cortada, con los combates que rebrotan aquí y allá, con las noticias de la gente que no tiene qué comer ni dónde dormir, con la incertidumbre por las personas con las que no puedo contactar por teléfono, me surgen dos sentimientos entrelazados: la impotencia y la incomprensión. Ante el sufrimiento injusto de la gente con la que estaba comenzando a trabajar y a querer, ambos sentimientos se suceden y amenazan con llenar todo el espacio del corazón. Pero hay algo más profundo y fuerte que brota y que invita a la confianza en Dios y en su acción a través de tantos hombres y mujeres buenos que viven aquí y en el mundo. La violencia, por muy irracional e indiscriminada que sea, por muy cruelmente que se manifiesta, no pude tener la última palabra… A lo mejor no puedo ni podemos hacer gran cosa ahora, quizás nada, pero podemos estar y amar a quienes están sufriendo. A corto plazo, los signos de resurrección me parecen tan frágiles y pequeños: esa mujer que dio a luz en la iglesia en medio de otros mil desplazados en la noche del 5 de noviembre; el valor y la generosidad de Lucien, que me dice que está dispuesto a volver a Rutshuru en cuanto podamos para apoyar a la gente; la solidaridad y sintonía que ha surgido con los padres palotinos de la parroquia de Rutshuru y con las hermanas que trabajan en la zona; los mensajes de apoyo que he recibido estos días… Pero, aunque sean pequeños, estos signos son suficientemente fuertes como para no poderme abandonar a la desesperanza”. 

Juanjo concluye así: “Quizás todas estas palabras sobran. No me imagino a María diciendo muchas cosas esa mañana del calvario, ni el sábado santo… Lo primero es estar, estar cerca, física y afectivamente, para poder después ser algo más efectivos si se puede. María ayudó a sepultar el cuerpo de su hijo, nuestro Señor, y esa fue su contribución a la tarea de la resurrección. Lo demás lo hizo Dios de un modo inaudito e inesperado. Yo también quiero esperar que Dios abra un camino a la paz donde ahora yo no veo más que un círculo cerrado de explotación, violencia, guerra y destrucción”.

Intereses económicos

Pero en el origen de este círculo hay mucho más que puros enfrentamientos étnicos. El arzobispo de Bukavu, Francois Xavier Rusengo, lo acaba de definir como “una guerra de depredación regional e internacional”. Bukavu, ciudad fronteriza con Ruanda, sufrió graves agresiones por parte de los soldados ruandeses y las milicias afines durante la guerra de 1998 a 2003. En octubre de 1996 asesinaron a tiros al arzobispo Christophe Munzihirwa, que había denunciado las matanzas perpetradas por las fuerzas ruandesas y el expolio de las riquezas naturales del Congo. A su sucesor, Emmanuel Kataliko, Ruanda le impidió entrar en su diócesis, y, cuando pudo hacerlo, murió repentinamente de un infarto. Parecida suerte corrió su sucesor. Cuando entrevisté al actual arzobispo, monseñor Rusengo, hace dos años, y le pregunté cuál era el problema más grave al que se enfrentaba como pastor de una zona tan castigada, se levantó y me indicó que le siguiera. Me condujo al jardín de su catedral y, allí, en una hermosa colina, me señaló las tumbas de sus tres predecesores. “Para un obispo que denuncia la mentira, lo más difícil es seguir vivo”, dijo. Ahora, Rusengo ha vuelto a hablar con claridad: “Por el oro, los diamantes o el coltán, bandas armadas congoleñas sostenidas claramente por ejércitos extranjeros con ramificaciones extranjeras más extendidas de lo que imaginamos, se está matando a poblaciones enteras, se ocupan sus tierras y se destruyen sus casas”.

El valor profético de todos estos obispos contrasta con la actitud bastante más ambigua del obispo de Goma, Faustin Ngabu, considerado amigo de los ruandeses y que es poco querido por la población.

En el centro de Bukavu hay un enorme retrato del arzobispo  Munzihirwa presidiendo la plaza a la que hace dos años dieron su nombre. Allí, los sufridos habitantes de esta ciudad -que antes de la guerra tenía 50.000 habitantes y ahora podría rondar el millón por los desplazados- se detienen en medio del bullicio del mercado, rezan en silencio y depositan flores ante la imagen del obispo que, pocos días antes de morir, dijo que “la guerra es el mayor pecado”. Allí, se vive estos días una gran tensión. Hay rumores de que los espías ruandeses están por todas partes y se teme que si Goma termina por caer ante el avance rebelde, Bukavu será su próximo objetivo. Un misionero residente allí, pero que pide no ser identificado, resume los sentimientos de la gente: “Somos un pueblo tan pisoteado que ya no sabemos quién es nuestro amigo o nuestro enemigo”. 

Nadie duda de que los rebeldes de Nkunda reciben apoyo militar de Ruanda. El mismo jefe de los 600 soldados uruguayos de la MONUC en Goma ha declarado recientemente que los soldados ruandeses habían cruzado la frontera con tanques y artillería pesada, cuyo poder destructor ha sido determinante para explicar el avance demoledor de los 5.000 milicianos de Nkunda. Detrás de esta agresión está la lucha por el control por los recursos minerales de la región el Kivu, especialmente del codiciado coltán, componente esencial en la fabricación de teléfonos móviles, ordenadores portátiles y tecnología bélica de última generación, que es exportado hacia países como los Estados Unidos, Inglaterra y Holanda, todos aliados del régimen de Ruanda. 

También el papa Benedicto XVI denunció el pasado domingo 9 de noviembre “los sanguinarios enfrentamientos y sistemáticas atrocidades” cometidas en el Kivu Norte e hizo un llamamiento a las partes implicadas en colaborar para devolver la paz al país. Durante el rezo del Angelus citó los enfrentamientos, que están “provocando numerosas víctimas entre civiles inocentes, destrucciones, saqueos y violencias, que han obligado a miles de personas a abandonar lo poco que tenían para sobrevivir”, expresó su cercanía a todas las víctimas, y dio ánimos a las personas que trabajan para aliviar sus sufrimientos, entre ellos los misioneros y cooperantes.

En el nº 2.636 de Vida Nueva.

Compartir