Jorge Oteiza, un alma mística

El centenario del nacimiento del escultor vasco resalta su constante búsqueda de Dios

(Juan Carlos Rodríguez) La trayectoria artística y personal de Jorge Oteiza (Orio, 1908-San Sebastián, 2003) estuvo siempre envuelta en un halo mítico por su carácter impetuoso, visionario y turbulento. Su personalidad rebelde, insobornable e inclasificable, es aún referente para muchos: Oteiza encarna la naturaleza religiosa de toda experiencia estética. Él simboliza como pocos la renovación de la escultura en el siglo XX y, por supuesto, del aciago panorama artístico español y vasco. El arte en él es una exploración hacia el autoconocimiento y el aprendizaje espiritual. Oteiza construye su obra y su leyenda en torno a la idea del espacio vacío, metafísico lugar de protección, de curación de la angustia y de la muerte, sagrado por tanto. “Deseo de Dios, voluntad de permanecer, aspiración de eternidad, es lo que el vacío metafísico de la escultura de Oteiza encarna”, según Pedro Manterola.

Lo religioso está presente en Oteiza, en su obra y su pensamiento. Son indisociables. “Oteiza distingue lo religioso de lo estético; no se trata de lo mismo, aunque bien es verdad que ambas son respuestas ante un mismo sentimiento de angustia vital, ante el problema existencial de la muerte”, sostienen Andoni Alonso e Iñaki Arzoz en A Jorge Oteiza, arte y pensamiento (Editorial Cibergolem). Lo estético, según Oteiza, se refiere al aquí y al ahora, mientras que lo religioso se dirige a la trascendencia. No se trata de un credo particular sino de una percepción de la trascendencia o de lo espiritual sin definición concreta. Una herencia de Heidegger, si cabe, que definía al artista como transmisor entre el ámbito de lo sagrado y los seres humanos, pues les facilita el conocimiento de lo divino.

Así lo ve Vincenzo Vitiello, profesor de Filosofía y de Teología Política en las universidades de Salerno y Milán, que ve al Oteiza artista como “continuidad” del pensamiento de Heidegger, incluso de la obra de Kandinsky o Lucio Fontana. “En Oteiza permanece constante el sentido de lo religioso, aunque la religión de Oteiza es religión de lo sagrado, no de lo divino. Porque lo sagrado es mucho más amplio que lo divino”. Esa religión que, descrita por Vitello, es la que une “cielo y tierra, espíritu y materia”, como se aprecia en las “creaciones arcaicas” de su primera fase, de figuras apenas esbozadas que remiten a las construcciones megalíticas. “Lo sagrado nunca abandonó a Oteiza”, insistió Vitiello en la inauguración del Congreso Internacional Oteiza y la crisis de la modernidad, inaugurado el pasado 21 de octubre, día del centenario del escultor, en el Museo de Navarra.  

El arte en Oteiza tiene una función ascética-estética, con pretensiones curativas y sanadoras”. Es decir, que religión, metafísica y estética se conciben como tres ciencias pero una misma disciplina: la de la relación del hombre con Dios. Lo afirma Amador Vega, profesor de Filosofía de la Religión y de Estética en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Pensamiento que se hizo escultura, pero después verbo en la obra escrita del prestigioso artista vasco –Interpretación estética de la estatuaria megalítica americana, Propósito Experimental y Quousque tandem…!-, lazo que lo une con la tradición mística europea, especialmente en autores espirituales como Meister Eckhart y san Juan de la Cruz

Era un alma mística. El vacío, la nada y el silencio no sólo ocupan un lugar crucial en Oteiza, sino que contienen la tradición mística de la cultura occidental y de las orientales. Como otros místicos singulares, el escultor de Orio encuentra su último refugio en las palabras, en los versos. Así confesó: “Noté que de mis esculturas/ salían palabras/ sentí que era el final./ Así pasé de mi lenguaje de escultura, lento y caro,/ a esta economía de lenguaje más feliz, más seguro,/ más práctico,/ encendiendo palabras en un papel”. De este modo, la poesía se convierte, abandonada la escultura y cualquier tentación plástica, en un último símbolo de la espiritualidad estética, mística y humana que recorre toda su obra escultórica y desembarca en las series de Existe Dios al Noroeste. Un camino el de la poesía que lo une definitivamente a su gran émulo: Miguel Ángel Bounarroti.

La obra poética de Miguel Ángel se compone de sonetos amorosos de corte neoplatónico y de otros de inspiración religiosa que guardan una significativa relación con el sentido de la poesía oteiziana. Miguel Ángel, influido por la fuerte espiritualidad heterodoxa y contrarreformista, vuelve al final de su vida su mirada hacia Dios y acaba renegando de su obra. Escribe estrofas tan concluyentes como “Ni pintar ni esculpir me dan sosiego/ al alma, vuelta a aquel amor divino/ que en la cruz a todos nos abraza”. A Dios se dirige identificándole como una entidad curativa y protectora -“sólo tú puedes renovarme adentro y afuera”-, que conecta según Alonso y Arzoz con “el mejor y más airado Oteiza como apasionado invocador de Dios”.

Así lo escribió el propio Oteiza en ese regreso a la infancia que es Quousque tándem…!. “En esa incomodidad o angustia del niño despierta ya el sentimiento trágico de la existencia que nos define a todos de hombre y nos acerca de algún modo a uno de estos tres caminos de salvación espiritual que son la filosofía, la religión y el arte. Que son tres disciplinas, podemos decir, de las relaciones del hombre con Dios, que se mezclan y conjugan en nuestro corazón, pero que técnicamente son distintas e independientes”. Sí, pero que en Oteiza se unen indefectiblemente, del mismo modo que son inseparables obra y vida.

Lo confirma Gregorio Díaz Ereño, director de la Fundación Museo Jorge Oteiza: “Obra y pensamiento están totalmente imbricados en un todo imposible de separar y cuyo carácter podemos definir por la presencia de una fuerte espiritualidad. En todas y cada una de las obras del creador de Orio habita el artista; cada una de sus Cajas se convierten en moradas del espíritu, en habitaciones que acogen a Jorge Oteiza y, al igual que de niño se refugiaba en los agujeros de la playa de Orio, en la madurez son espacios de refugio de un creador que trata, fundamentalmente, de sobrevivir”.

La basílica de Aránzazu, cincuenta años después 

Fue el gran sueño, quizás también simbolizó su desesperación. El conocido como ‘Friso de los Apóstoles’ de la Basílica de Aránzazu (Guipúzcoa), comenzado junto a su inseparable Francisco Javier Saenz de Oiza en 1947. La descripción que da de ella Díaz Ereño es singular: “Nos hallamos ante una poesía hondamente humana, donde destaca la idea de sacrificio, de lo sagrado y que, por lo tanto, aporta la idea de sublimidad que todo espectador exigente debe demandar. Al contemplar los rostros llama la atención esa mirada de ciego, la impresión de que el ciego ve a pesar de sus ojos místicos, vueltos hacia el cielo como la mirada de los santos de El Greco”. 

Aránzazu es, pues, su obra culminante, aunque tuvo que esperar a ver la luz debido al escándalo que provocó en los censores. Un representante del Vaticano llegó a decir de su conjunto escultórico que “parecía como si a los monjes se les hubiese arrancado las tripas”. Las obras se paralizaron durante 18 años. ¿Pero se trata realmente de un ‘Apostolario’? ¿No son catorce? “Si hubieran cabido más, añade, más hubiera puesto”, se justificó Oteiza atrevidamente. El escultor quiere decirnos que aquello que en el friso se evoca propiamente, esto es, la apostolicidad, la condición espiritual de una comunidad naturalmente religiosa abierta por igual al cielo y la tierra, de ningún modo puede identificarse por el número de sus componentes.

En el nº 2.634 de Vida Nueva.

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