OBITUARIO: Cirarda, un obispo del Vaticano II

(Antonio Gil) El arzobispo emérito de Pamplona y obispo de Tudela, José María Cirarda Lachiondo, fallecía el pasado día 17 de septiembre, a los 91 años de edad, en su domicilio de Vitoria, celebrándose los funerales en la localidad vizcaína de Mundaca, el día 19. En su singladura episcopal, había pasado por Sevilla como obispo auxiliar, con sede en Jerez de la Frontera; por Santander; por Bilbao, como Administrador Apostólico; y por Córdoba, en la década de los 70, marchando después a Pamplona.

A la hora del adiós, todas estas diócesis le han recordado especialmente, coincidiendo en que fue un obispo del Concilio Vaticano II, con grandes cualidades de comunicación -no en vano fue también presidente de la Comisión Episcopal de Medios-, palabra encendida y escritos salpicados siempre de una gran actualidad. Así, en sus años de pastor en Andalucía, fue pregonero de la Semana Santa en Sevilla, en Córdoba y en Jerez, captando los valores del alma andaluza y calando con fuerza en la religiosidad popular.

Espíritu de cercanía

Monseñor Cirarda llegó a Córdoba en el año 1972, cuando la diócesis llevaba ya más de dos años de sede vacante, lo que había retardado, sin duda, la aplicación del Vaticano II. Tres destellos iluminaron el quehacer pastoral de este obispo durante su estancia en la capital cordobesa: primero, sus cartas pastorales, avanzadas para aquellos años, en los que finalizaba una época autoritaria y comenzaba la época democrática, saltando con frecuencia a la palestra nacional, casi siempre con aire de polémica, de aceptación y de rechazo; segundo, el impulso dado a la creación de nuevas parroquias y a la construcción de nuevos templos; tercero, la puesta en marcha de muchos organismos creados por el Concilio y, sobre todo, un espíritu de cercanía a la gente, de diálogo constante, de comunicación con el pueblo.

Alguien le llamó “ciclón Cirarda” a su paso por Córdoba, porque provocó un terremoto de nombramientos, arraigaron movimientos cristianos, desactivó las protestas de sacerdotes “progresistas” entregándoles parroquias de la capital. Su pontificado estuvo dominado por su personalidad vibrante, carismática y comunicadora, pero no exento de ciertas polémicas, iniciando una etapa en que la controversia no sería ajena a la silla de Osio.

Fue, sin duda, un obispo que vino del Norte, que se esforzó por conectar con la gente, que removió conciencias para crear nuevas actitudes ante los nuevos retos del cristianismo. Acaso la Córdoba “lejana y sola” se limitó más a escuchar que a actuar, como si la ciudad, Patrimonio de la Humanidad, se considerara siempre por encima de las eventualidades históricas. Luego, su marcha a Pamplona le desconectó definitivamente de los cordobeses.

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