Los peregrinos vuelven a Belén

(Austen Ivereigh) De Belén, por primera vez en muchos años, salen buenas noticias: los habitantes de la acorralada ciudad palestina que depende de los peregrinos están volviendo a verlos. El número de visitantes ha subido en más del 50% comparado con 2007, que fue, a su vez, un año mejor que 2006. Uno puede sentarse todavía en la Basílica de la Natividad, la más antigua del mundo, en silencio, algo imposible en los lugares santos de Jerusalén. Pero la diferencia, ahora, es que habrá que levantarse muy temprano para encontrar soledad en la pequeña gruta que conmemora el nacimiento de Jesús. Sólo después del amanecer, antes de que lleguen los peregrinos, se presenta la oportunidad de tocar en soledad la estrella dorada y contemplar la irrupción de Dios.

Pero la desastrosa crisis económica continúa porque los visitantes limitan su estancia a tan sólo unas pocas horas. Los efectos resultantes del muro de seguridad construido a partir de 2002 por los israelíes se ve en todo Belén: los postigos cerrados, las tiendas vendidas, las casas vacías. La ciudad tiene un altísimo desempleo, efecto principal de ese muro de cemento de más de 8 metros de altura, que ha cortado el camino entre Belén y su ciudad gemela, Jerusalén, a sólo 20 minutos de distancia. Israel justifica esa barrera como necesaria para la defensa de Jerusalén de los ataques terroristas; pero el camino que la muralla sigue –muy dentro de la Franja Oriental– muestra que su intención es otra: la consolidación de los asentamientos ilegales israelíes.

El muro es gris, escalofriante. “Es el símbolo de todo lo que anda mal en el corazón humano”, como lo expresó el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, cuando fue a Belén en la Navidad del 2006. Envía un mensaje de miedo: que lo que hay detrás de él es peligroso e incierto. “No podemos garantizar vuestra seguridad más allá del muro”, oyen los peregrinos en Jerusalén. No es de extrañar, desde luego, que en su abrumadora mayoría los paquetes turísticos cristianos normalmente incluyan sólo dos o tres horas en Belén, tiempo suficiente para una visita a la Basílica y al Campo de los Pastores, pero sin contribuir nada o casi nada a la economía local. Y, lo que es más trágico todavía, sin dar la oportunidad de oír de las bocas de los descendientes de los primeros testigos de la Encarnación por qué tantos cristianos se están viendo forzados a salir de la pequeña ciudad natal de Cristo.

Lo que se pierden los ‘peregrinos-relámpago’ es la realidad de una ciudad acorralada: los betlehemitas no pueden pasar por el puesto de control israelí sin un permiso especial que casi nunca se concede; las antiguas familias cristianas han perdido 555 km2 de su tierra por las expropiaciones israelíes; y el Belén urbano y sus dos pueblos satélites, Beit Jala y Beit Sahour, están encallados, aislados de los terrenos del norte y del oeste de Belén por el muro, y del sur y del este por las carreteras reservadas a los colonos israelíes. Beit Jala ha perdido la mitad de su terreno; el Belén urbano, una cuarta parte; y Beit Sahour una tercera parte. Los israelíes han declarado dos terceras partes de la zona de Belén como territorio militar, prohibida a los ciudadanos de Belén.

Israel argumenta que la zona es necesaria para su seguridad, y la relativa falta de violencia en años recientes parecería darles la razón. Pero sobre el terreno de la zona de seguridad se han levantado asentamientos reservados para los judíos, como las enormes urbanizaciones de Gilo y Har Homa, edificios de apartamentos altos que dominan el horizonte que ven los betlehemitas cuando se levantan por la mañana. Aquellas urbanizaciones están edificadas sobre el terreno que antes cultivaban los betlehemitas; ahora están pobladas por inmigrantes rusos judíos y prohibidas a los palestinos. Los asentamientos, y ahora el muro, han creado una nueva frontera de hecho, una frontera que se extiende muchos kilómetros dentro de la llamada línea verde, el límite oficial reconocido por las Naciones Unidas entre Israel y un futuro Estado palestino.
La nueva frontera de facto priva a los palestinos de las mejores tierras, de las fuentes de agua, y de la libertad de movimiento. Les acorrala dentro de guetos aislados unos de los otros por los controles militares y carreteras reservadas a los colonos. Como resultado, el desempleo en Belén ha llegado a más del 50%: 3.000 cristianos (alrededor de 600 familias) se han visto obligados en los últimos años a emigrar al extranjero en busca de una nueva vida.

La panadería salesiana en la ciudad vieja de Belén es un barómetro de su creciente pobreza. Suleiman, panadero jefe, trabaja allí desde hace 60 años, cuando él tenía ocho. Pagando sólo unos shekels por mes, las familias más necesitadas hacen cola muy temprano por las mañanas en busca de su pan cotidiano, antes de abrirse las panaderías comerciales. Todos los días, cuenta Suleiman, distribuyen 3.000 panes –más ligeros y esponjosos ahora, porque el precio de la harina ha aumentado vertiginosamente– a 600 familias. Hace cuatro años, dice, no eran más de 320 familias.

La sorpresa no está en porqué los cristianos están saliendo, sino en porqué tantos se quedan. Al lado de la panadería está la escuela técnica salesiana, donde el religioso italiano Don Nicola me cuenta cómo, hace 10 años, la mayoría de sus egresados iban todos los días a trabajar a Jerusalén. Pero el muro ha cortado el paso a todos los obreros, menos a los reclutados a trabajar –como una humillación final– en los asentamientos construidos sobre los terreno que cultivaban antes sus familias. Pero la mayoría se marcha al extranjero. “No hay libertad de movimiento,” dice Don Nicola. “Ya no existen oportunidades de desarrollo”.

En 2004, la Corte Internacional de Justicia dictaminó que los asentamientos son ilegales y deberían ser desmantelados. Desde entonces, según el Applied Research Institute Jerusalem (ARIJ), una ONG independiente financiada por la Unión Europea, Israel ha construido en Jerusalén del Este y en la Franja Oriental más de 30.000 unidades de alojamiento reservadas a judíos. Algunos, como los antes mencionados Gilo and Har Homa, están edificados sobre terrenos entre Jerusalén y Belén; pero otros (ARIJ ha identificado 220 puestos de avanzada donde los colonos están reclamando tierra) están muy dentro de la Franja Oriental, rodeados de puestos de seguridad y cercos israelíes.

Lo que está ocurriendo no es sólo una toma de tierra a escala masiva, sino la creación de “hechos indiscutibles” que determinarán las fronteras de un Estado futuro palestino balcanizado. Entre estos hechos está la privación a los palestinos de recursos, sobre todo el agua. Mientras los colonos en Gilo, a sólo tres o cuatro kilómetros de Belén, lavan sus coches y llenan sus piscinas, los betlehemitas se ven obligados a comprar agua semanalmente, cargando los tanques que dominan los techos de las casas de la ciudad.

Además de la panadería y la escuela técnica, los salesianos de Don Bosco también producen vino. La hacienda de Cremisan, al oeste de Belén, asentada sobre hermosas terrazas de viñedos, es la productora principal de vino en Tierra Santa desde el siglo XIX. La comunidad de religiosos italianos allí sabe bien cómo es vivir en el camino del muro. No la pueden evitar: detrás de Cremisan hay un asentamiento israelí, y, como el muro está destinada a incluir esos asentamientos dentro de Israel, Cremisan también lo estará, a pesar de su histórica asociación con Belén. El Vaticano ha condenado la construcción del muro y los asentamientos, pero hasta que Israel no implemente el acuerdo del 2001 entre Israel y la Santa Sede, el estatus jurídico de las propiedades católicas en la Tierra Santa tiene poco valor. Así que cuando se extienda el muro este año, Cremisan estará aislada de Belén. ¿Qué pasará con los obreros palestinos de los que depende Cremisan? “Estamos negociando con Israel para que permitan pasar todos los días a los obreros de la viña”, me informa el padre Luciano. Pero su expresión lo dice momentos antes que sus palabras. “Pero todo es muy incierto. Es una gran carga que llevamos encima.”

La emigración constante de los cristianos de Belén –que suelen contar con una mejor educación que sus conciudadanos musulmanes, y muchas veces con parientes en los Estados Unidos y Chile– significa que esta ciudad históricamente cristiana se está convirtiendo rápidamente en una ciudad musulmana. Hace sólo dos décadas, el 90% de la población del centro histórico de la ciudad era cristiana; ahora, los cristianos son menos de la mitad. En todo el distrito de Belén, constituyen sólo una tercera parte. A medida que las viejas familias cristianas van emigrando al extranjero, los pastores expulsados de sus propios terrenos van llegando a los barrios antiguos, como Anatreh, al lado de la Basílica de la Natividad. El Patriarcado latino, con sede en Jerusalén, está comprando discretamente las propiedades vacías en las calles Estrella y Pesebre –por las que pasaban José, María y el burro– con la esperanza de que un día los cristianos vuelvan.

Pero Belén sigue siendo una ciudad con carácter indiscutiblemente cristiano, en parte por la gran presencia de congregaciones religiosas y asociaciones eclesiásticas, y en parte por el testimonio impresionante de muchas ONG cristianas. Edmund Shahadeh, director del famoso Hospital de Belén para discapacitados, cree que “los pobres merecen el mejor tratamiento médico y terapéutico posible. Esto es el cristianismo”. Shahadeh cree apasionadamente que la presencia cristiana es imprescindible para conciliar a los judíos y los musulmanes. “Somos el puente”, dice.

La presencia cristiana en Belén es vital para la paz futura, porque su resistencia a las anexiones israelíes es de carácter pacífico. “Es lo que nos dijeron siempre, cuando crecíamos bajo la ocupación: ‘La violencia no es nuestro modo de actuar’”, recuerda Carol Sansour, miembro de una de las viejas familias cristianas de Belén. “Israel quiere que seamos fatalistas, que no tengamos voluntad alguna para resistir legal y pacíficamente. Nos conduce al punto donde parece que la única cosa que nos queda es la violencia. Y cuando hay violencia, la usan como pretexto para tomar aún más tierras nuestras. La violencia no funciona”, concluye firmemente. “Pero la resistencia no-violenta es otra cosa. Así se preserva la integridad moral. Se conserva la dignidad. Y ofrece la posibilidad de que algún día esa dignidad sea reconocida por la comunidad internacional”.

Para Carol Sansour y los profesores de la Universidad de Belén –instituto católico donde la mayoría de los estudiantes son musulmanes–, la principal “vía no-violenta” que deben de seguir ahora los betlehemitas es hacer conocer su ciudad y su situación para mostrar a la opinión pública internacional cristiana que está pasando allí, con la esperanza de que sus gobiernos ejerzan mayor presión sobre Israel para acabar con los asentamientos y anexiones.

Pero este proceso de concienciación debe hacer frente a los mitos ampliamente acreditados por los norteamericanos. Una encuesta realizada en 2006 reveló que la mayoría de los norteamericanos creen que Belén es una ciudad israelí habitada por judíos y musulmanes; sólo el 15% sabía que es una ciudad árabe palestina habitada por cristianos y musulmanes. Pero lo que más obstaculiza la comprensión estadounidense es el mito según el cual el éxodo cristiano es la consecuencia del “islamismo radical”. No debe sorprender, por ende, la falta de presión por parte de los cristianos norteamericanos para que su gobierno exija a Israel un cambio de su política; aceptan el argumento hecho por Israel de que el muro es necesario para su seguridad. Pero si supieran los cristianos norteamericanos que el muro está consolidando las anexiones y destruyendo a la población cristiana de Belén, ¿podrían seguir ignorando lo que está pasando?

La campaña Open Bethlehem cree que no. Desde que se estableció en 2002 para fomentar las visitas a la ciudad –dice Leila Sansour, su directora– Belén “es de toda la humanidad y debería mantenerse abierta al mundo”. Para ello han intentado contrarrestar los mitos dañinos causados por el muro con el mensaje de que Belén es tranquila, segura, y digna de conocer. Como visitante regular en estos últimos años, puedo verificar lo que pretende Open Bethlehem. Un lugar más tranquilo, seguro y cálido es difícil de imaginar. A diferencia de Jerusalén –lugar siempre tenso–, Belén es una base magnífica desde la cual explorar Tierra Santa. Un modelo de coexistencia pacífica cristiano-musulmana desde el siglo VII que ofrece mucho al visitante.
En la crisis de Belén, todo está interconectado. La posibilidad de una paz futura depende de una viva presencia cristiana. Pero no habrá cristianos en el futuro si la estrangulación de Belén continúa. Y continuará siempre que la opinión pública cristiana internacional siga ignorando lo que está pasando. Se rompe este círculo vicioso con visitas de los peregrinos cristianos del mundo a Belén –no por tres o cuatro horas, sino por tres o cuatro días–, aprovechándola como base de visitas a Jerusalén y al desierto. De esta manera, los cristianos de Belén pueden ser escuchados y se empezará a romper el aislamiento fatal de la ciudad natal de Cristo.


*El autor estuvo en Belén recientemente con Fifth Gospel Retreats. En mayo ta recibió de Open Bethlehem un simbólico “pasaporte de Belén” en reconocimiento de su labor en favor de la ciudad.

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