El retrato ‘renace’ en el Prado

Es la gran cita del verano en la pinacoteca

(Juan Carlos Rodríguez) Es la gran exposición del verano en el Museo Nacional del Prado y será, a partir de octubre, la del próximo otoño, en la National Gallery de Londres. Nunca hasta ahora se había reunido tan impresionante muestra sobre El retrato del Renacimiento, su génesis y su florecimiento. Y lo que significa: desde Jan van Eyck a Rubens pasando por Piero della Francesca, Durero, Tiziano, Rafael, Botticelli, Lorenzo Lotto, Holbein, o Antonio Moro, representados a través de 126 obras, principalmente pinturas, aunque se incluyen esculturas, medallas, dibujos y grabados. Todo el Renacimiento en el Prado.

Y es que retrato y Renacimiento son términos indisociables desde que Jacob Burkhardt señalara el desarrollo del individuo como uno de los rasgos distintivos del nuevo período de luz que emergía de la Edad Media. Y lo que el Prado enseña con esta exposición es que aún no se ha superado, ni a través de la fotografía, la capacidad de trasmitir el carácter, el estatus o las aficiones del retratado. No es sólo que en el siglo XV naciera y se consolidara el arte del retrato, sino que inmediatamente éste alcanzó su cumbre quedando ya poco que añadir. Y, básicamente, intrometiéndose en las costumbres de nuestra sociedad.

Según el comisario de la exposición, Miguel Falomir, Jefe del Departamento de Pintura Italiana del Renacimiento, “es la primera exposición que, por su marco cronológico y geográfico, plantea una aproximación global al retrato del Renacimiento… Y al retrato como género pictórico autónomo, excluyendo otras formas de representación del individuo como el donante o el díptico, aunque la exposición incluya medallas, esculturas, dibujos o grabados que, en diálogo con las imágenes pintadas, ayudan a explicar su evolución”. Esto significa también que la muestra proclama que la imagen que proyecta un retrato no es neutra ni objetiva, y sí el resultado de múltiples elecciones y compromisos entre el artífice y el retratado.

Durante el Renacimiento, la modernidad consistió en imitar el pasado. Un pasado que conducía a Roma y Grecia. Esa imitación creó un arte nuevo durante el siglo XV y principios del XVI en el que en la Europa meridional, aún no asolada por la debacle protestante y su Contrarreforma, le quería hacer frente con un resplandor de humanismo, que simbolizan Erasmo de Rotterdam o Juan Luis Vives, y que desarrolla un marcado interés por describir la naturaleza de la manera más fidedigna. El cuerpo humano no escapa a ello, y como consecuencia, el retrato alcanza un grado de complejidad y verosimilitud, cuyas formas y modos siguen siendo válidos hasta hoy.

¿Cuándo surgió el retrato autónomo? ¿Desde cuándo puede hablarse de retrato en sentido moderno? La exposición da algunas respuestas: ya hay una llama en Giotto (1267-1337) y en Simone Martini (1280-1344), famoso por el que pintó para Petrarca de su amada Laura en Aviñón hacia 1335-1336 y perdido irremediablemente o, quien sabe, pura ficción. Sin embargo, como desvela Falomir, fue san Vicente Ferrer quien, en cierto modo, sembró en 1416 la semilla al explicar las diferencias entre el Antiguo, al que equiparaba con el retrato, y el Nuevo Testamento.

Los primeros retratos presentes en la exposición son contemporáneos al sermón de san Vicente. La sección inicial, y la única cronológica, plantea la confluencia de factores que contribuyeron al surgimiento del retrato moderno: de un lado la tradición medieval, representada por las series dinásticas, el influjo de los iconos y las imágenes devocionales, así como el creciente naturalismo del arte gótico; del otro, el redescubrimiento del mundo clásico. A partir de ahí se propone un desarrollo por el retrato del siglo XV: Italia y Flandes, la progresiva influencia de los modelos flamencos en la Europa ­meridional.

La muestra explora cuestiones fundamentales del retrato, como el parecido, la memoria y la identidad. Así, se estudian los encargos de retratos relacionados con el cortejo amoroso, la amistad y el matrimonio, y se incluyen autorretratos, como el elocuente Autorretrato de Durero, o representaciones del ‘anti-ideal’ y los retratos de bufones de corte y enanos. Fundamentalmente, hay dos constantes. La primera es su progresiva ‘democratización’, pues si al principio sólo se retrataban individuos pertenecientes a estamentos privilegiados, el género acabó abarcando todo el espectro social. La segunda es un aumento de tamaño. Los primeros eran pequeños por estar concebidos para contemplarse y después guardarse en un arcón. Hasta muy avanzado el siglo XV el retrato rara vez colgó en paredes, pero una vez que lo hizo, hubo de aumentar su tamaño para adecuarse a las necesidades decorativas.

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