Brasil, una Iglesia cambiante

(Maria Clara Lucchetti Bingemer– Decana del Centro de Teología y Ciencias Humanas de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro, Brasil) El año que pasó quedó marcado por grandes pérdidas en la Iglesia de Brasil. En un solo año, perdimos a Don Ivo Lorscheiter, Don Luciano Mendes de Almeida y, en diciembre, a Don Aloísio Lorscheider. Es toda una generación de obispos que dio a la Iglesia de Brasil un nombre respetado en el mundo por su profetismo, su valentía, su osadía pastoral. Y que ahora se va, dejándonos algo huérfanos, algo nostálgicos.

Conocí a Don Ivo Lorscheiter en 1976, cuando, recién formada en Comunicación Social por la Pontificia Universidad Católica (PUC) de Río, fui llamada por el coordinador del sector de Medios de Comunicación Social de la entidad a trabajar allí. Desde el primer momento me impresionó la magnitud de su persona. Magna en tamaño, en el timbre de la voz pausada y fuerte, en los gestos comedidos y directos de sus manos enormes. Magna, sobre todo, por el coraje decidido y sereno con que se enfrentaba a todo y a todos en nombre de la justicia y de la solidaridad con los más pobres.

Corrían en Brasil los años de plomo. Las cárceles brasileñas escondían en sus sótanos la sombra oscura y nauseabunda de la tortura, la injusticia, el terror. En países vecinos como Chile, Argentina, Uruguay, dictaduras aún más sangrientas ofrecían un espectáculo de horror y violencia al mundo, encarcelando y torturando a jóvenes por sus ideas y posiciones políticas. Apenas una voz podía levantarse y ser oída sin riesgo de ser acallada para siempre: la de la Iglesia.

Don Ivo fue protagonista de este momento y asumió ese papel sin titubear. La sede de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) servía de lugar de tránsito a los refugiados políticos que venían de otros países latinoamericanos rumbo al exilio. Allí, chicas embarazadas y jóvenes forajidos encontraban abrigo, ayuda y documentos para partir hacia la libertad. Como secretario general de la CNBB, Don Ivo priorizó en su mandato  la defensa de los derechos humanos a tiempo y a destiempo.

También como secretario y después como presidente, recibía a periodistas y denunciaba injusticias, sin miedo. Jamás lo vi retroceder en la necesaria toma de posición de la Iglesia de Brasil frente a una situación difícil y espinosa, jamás lo vi siquiera titubear. Seguía adelante apoyado apenas en su fe y con la gracia de estado de su ministerio, consciente de que sus palabras marcaban rumbo e iban lentamente abriendo camino a la libertad y la esperanza de toda una generación.

Protagonista de un tiempo en que la Iglesia y el Gobierno de Brasil siguieron rumbos diversos y hablaron lenguajes enfrentados, fue el último obispo brasileño nombrado por Pablo VI aún con el Vaticano II en camino, en 1965. Apenas tuvo tiempo de respirar el viento liberador que venía de Roma. La situación interna lo puso al frente de la CNBB en el período más oscuro del régimen militar.

Con él a la cabeza, la Iglesia brasileña adquirió una credibilidad sin par en el mundo entero. Por todas partes se inclinaba el oído para sentir por dónde iba el Episcopado brasileño traducido en las palabras de su presidente. Otras latitudes y otras iglesias observaban respetuosamente a esa Iglesia profética, que no retrocedía frente al poder desmedido y cruel de una dictadura sangrienta. Don Ivo Lorscheiter, firme y serenamente, lideraba la CNBB con inspirado coraje.

Tuve el privilegio de ver a Don Luciano Mendes de Almeida varias veces, oírlo, trabajar con él. Me impresionaba su obsesiva caridad, que le hacía prestar atención a cada persona como si fuera única en el mundo, aun a costa de provocar la impaciencia de algunos de sus amigos y colaboradores. Al pasar revista a un texto para su aprobación en la CNBB, se detenía durante horas en una misma página, queriendo valorar e incluir todas las colaboraciones y contribuciones de los presentes. Siendo profesor de Filosofía, comenzaba y recomenzaba la clase varias veces, cada vez que un alumno entraba tarde en la sala. Cuando salía por la puerta de su casa, empleaba 45 minutos para llegar a la esquina más próxima, abordado y asediado por un sinnúmero de personas que le pedían gafas para el hijo, matrícula para el otro, medicinas para la madre enferma. A todos y a todas atendía con la misma solicitud y devoción. Nadie le parecía menos importante o digno de atención. Al contrario, todos se presentaban ante él, y con ellos consumía alegremente su tiempo, capacidad y energías.

Quizás la ocasión en la que más me impresionó la estatura agigantada de su persona –como ser humano, como cristiano y como obispo– fue durante un debate en el IUPERJ (Instituto Universitario de Investigaciones de Río de Janeiro), con muchos ilustres intelectuales y académicos presentes. Presidente entonces de la CNBB, debía hablar sobre la Iglesia brasileña en aquella coyuntura. Llegó con una hora y media de retraso. Encontró la sala llena y explicó con sencillez y candor que no había podido llegar antes por tener que acompañar una procesión en Santo Antonio do Bacalhau, pequeña ciudad del interior de São Paulo, porque “si no el pueblo se ponía muy triste”.

Y empezó a hablar. Las palabras chorreaban con claridad cristalina y profunda unción de sus labios. Habló del sufrimiento del justo, de la vida después de la muerte y de la experiencia de Dios, a su entender los grandes puntos que deberían identificar a la Iglesia en el mundo. En la sala, se respiraba un silencio denso y grávido. Al terminar, los contertulios se negaron a hacerle preguntas. Uno de ellos quiso besar su mano. Todos aquellos hombres y mujeres, muchos de ellos ateos y agnósticos, estaban ateridos de respeto y admiración por la luz que emanaba de aquel hombre de Dios. Salió de nuevo corriendo con su único traje y su viejo maletín, para tomar otro avión y seguir su incansable peregrinación al servicio de Dios y de los demás.

Conocí a Don Aloísio Lorscheider en los idos de los años 70, cuando trabajaba en la CNBB. Era presidente de la Conferencia y Don Ivo, secretario. Bien diferentes los dos primos, aunque hermanados en sus ideales y líneas de trabajo. Mientras Don Ivo transpiraba vigor por todos los poros, incluso por su estatura y el tono de su voz, Don Aloísio siempre fue la dulzura en persona. Voz mansa, alegría y sonrisa permanente en los labios, pasaba sembrando paz y bien –el lema de su espiritualidad franciscana– por los pasillos del caserón de la ladera de la Gloria, sede de la CNBB.

A pesar de toda esa dulzura, no dejaba de transmitir una firmeza y un vigor inquebrantables. En innumerables ocasiones su voz se hizo oír en defensa de los derechos de los pobres y contra las atrocidades que la tortura cometía en los sótanos de la dictadura militar. Como recordaba la nota de la Organización de Abogados de Brasil (OAB) con ocasión de su muerte, el período en el que presidió la CNBB corresponde a lo más duro y dramático de la lucha por la redemocratización de Brasil, en la cual tuvo un papel decisivo y una actuación llena de transparente coraje. En ese período aún promovió una campaña por la reforma agraria y por el fin de los conflictos en el campo. En esa época, recibió incontables amenazas de muerte, que siempre enfrentó con notable confianza en Dios. Como arzobispo de Fortaleza, de 1973 a 1995, hizo campaña en favor de la reforma agraria y por el fin de los conflictos de la tierra en el estado.

Era, en verdad, un místico. Y esa mística, esa intimidad con el Misterio, translucía en sus actitudes, que daban testimonio de una conmovedora fidelidad al Evangelio. Tal vez el episodio más notable de su vida fue el ocurrido en 1994, al inspeccionar las condiciones de un presidio en Fortaleza. En esa ocasión, fue tomado como rehén por los presos, siendo liberado 18 horas más tarde. La Iglesia entera vivió momentos de angustia temiendo lo que le pudiese pasar. Todo lo enfrentó con tranquilidad y alegría.

Quince días después, volvió al presidio para realizar la ceremonia del lavatorio de los pies con los presos. Así daba un testimonio visible y palpable del perdón y del amor sin límites que el propio Jesús instauró como nuevo mandamiento: amaos unos a otros como yo os amé. Con ese gesto de humildad y servicio a sus agresores, se portó como digno hijo de san Francisco, testimoniando la perfecta alegría que se mantiene viva aun en medio de pruebas y sufrimientos.

Doctor en Teología, obispo, cardenal y pensado como posible Papa después de la muerte de Pablo VI, jamás se vio en su persona ningún apego a los cargos y honores que le eran otorgados por su santidad y capacidad. Todo lo asumía con la llaneza y el espíritu de pobreza propios de su espiritualidad, mostrando al mundo un estilo de vivir el episcopado a contramano de la lógica del poder que domina en los grandes de este mundo.

La muerte de estos obispos provoca un sentimiento de orfandad en toda la Iglesia de Brasil y del mundo. Sobre todo porque parece que con ellos se va un modelo, una manera de ser obispo que hoy día parece no ser ya fácilmente encontrable. La nueva generación de obispos presenta un rostro distinto, más vuelto hacia la vida interna de la Iglesia y no tanto a los compromisos sociales. Aun tomando en cuenta el cambio de época que vivimos y que nos dice que la Iglesia hoy se halla ante otros desafíos, no se puede dejar de sentir a veces algo de nostalgia de los tiempos proféticos y audaces en que la Iglesia brasileña unía indisolublemente el binomio fe y vida.

Al mismo tiempo, la vida de ésos que se fueron es un testimonio luminoso de hasta dónde puede llegar la grandeza del ser humano creado por Dios a su imagen y semejanza. Con su muerte, queda el testimonio y la invitación a seguir su ejemplo. Sobreponiéndose al sentimiento de orfandad con su pérdida y ausencia, despunta la esperanza de que otros seguirán su camino y de nuevo fortalecerán las rodillas trémulas y los hombros cansados de los pobres y oprimidos, ayudándoles a creer que su liberación está cercana.

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