El otro expolio de África: la ‘fuga’ de personal sanitario

(José Carlos Rodríguez Soto) Hace años se conocía como “fuga de cerebros”. Hoy día, en el argot de los funcionarios de Naciones Unidas, se ha acuñado una expresión más rebuscada. Lo llaman “el síndrome de Robin Hood a la inversa”.Ya saben. Robin Hood robaba a los ricos para dárselo a los pobres. Aunque siempre hay quien se ha dedicado a hacer justamente lo contrario. Y hoy hay maneras bastante sutiles de ponerlo en práctica.

Por ejemplo, quitar a los países pobres lo más valioso que tienen, sus recursos humanos, para satisfacer la enorme demanda de personal sanitario que hay en los prósperos países europeos y de América del Norte. En una conferencia sobre fuga de cerebros organizada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) a primeros de marzo en Kampala (Uganda), este organismo reveló que en el mundo hacen falta cuatro millones más de médicos, enfermeros, comadronas y otros profesionales sanitarios.

Aunque, para ser más exactos, en unas partes del mundo hace falta más que en otras. Hoy, esta escasez es crítica en 57 países –sobre todo de África– y afecta a servicios muy básicos, como vacunaciones, partos y tratamiento de enfermedades mortales. También estos son datos recientes de la OMS, organismo que sitúa el umbral mínimo de atención sanitaria en 100 enfermeras/os por cada 100.000 personas. Pero en el mundo hay enormes diferencias: mientras en la República Centroafricana, Liberia y Uganda hay 10 enfermeros/as por cada 100.000 de sus habitantes, en Noruega o Finlandia la proporción es de 2.000 profesionales de bata blanca para atender a cada 100.000 afortunados escandinavos. Lo más curioso del caso es que esta elevada proporción de personal sanitario al servicio de los habitantes de los países más ricos se debe a un hecho bastante peculiar. Uno de cada cuatro médicos o enfermeros formados en países africanos se marcha a trabajar a países desarrollados, los cuales favorecen y dan todo tipo de facilidades a esta inmigración “de cuello blanco”. En 2005, las estadísticas de Naciones Unidas sobre migración hablaban de 190 millones de personas en todo el mundo que vivían fuera de sus países de origen. Es difícil saber cuántos de ellos podrían incluirse en la categoría de “fuga de cerebros”, un fenómeno que se debate de forma muy polémica en los países africanos. Lo que sí es cierto es que un médico de la República Centroafricana o de Tanzania al que se le ofrece ganar diez o quince veces más que en su país de origen, más posibilidades de investigación y de realizar algunos máster no se lo pensará mucho y es muy posible que acabe dando el paso de marcharse a trabajar a Europa o a los Estados Unidos.   

Ahorrar costes

La pareja formada por Jimmy Sentongo y Maggie Nalubega, ambos ugandeses, estuvo a punto de separarse debido a este delicado tema, a pesar de que todo parecía ir sobre ruedas en sus vidas. Ambos se conocieron en la Universidad, donde iniciaron un noviazgo que se afianzó más cuando se graduaron: él, en Sociología, y ella, en Enfermería. Al mismo tiempo que hacían planes sobre su boda y su futuro, dos hermanos de Jimmy residentes en los Estados Unidos les animaron a emigrar al país de sus sueños. Tras reunir varios documentos, entre ellos un certificado bancario y una carta de invitación de la hermana de Jimmy, y pasar dos días haciendo cola a las puertas de la Embajada estadounidense, los jóvenes amantes se encontraron con una sorpresa que no entraba en sus cálculos: a los pocos días les devolvieron sus pasaportes, el de Maggie con un flamante visado de entrada, y el de Jimmy, con un sello de “rehusado” bien visible en una de sus páginas. Aquello fue un golpe que Jimmy no pudo digerir y que daba al traste con sus planes. Se preguntó una y otra vez por qué aquella diferencia de trato. Después de todo, ambos eran titulados universitarios.

La respuesta es tan sencilla como brutal. Estados Unidos, como cualquier país del mundo próspero, sólo está dispuesto a aceptar inmigrantes que contribuyan a su economía. El visado de Maggie era un incentivo para que aceptara un puesto de trabajo como enfermera en los Estados Unidos, país que tiene escasez de personal sanitario –y que puede pasarse muy bien sin un incremento de sociólogos– y cuya economía está dispuesta a aceptarla con los brazos abiertos, sobre todo después de ahorrarse los costes de su formación profesional. No es una exageración. Según el University of Michigan Journal of Public Affairs, una cuarta parte de los médicos que ejercen en los Estados Unidos son extranjeros formados en sus países de origen, y de este total, un 60% vienen de países pobres, sobre todo africanos.

Lo de ahorrarse los costes de formación no es un detalle sin importancia. Un estudiante ugandés de Medicina que termine los cinco años de carrera en su país habrá desembolsado –sólo en gastos de ma- trícula– no menos de diez millones de chelines, el equivalente a 4.000 euros, una fortuna al alcance de muy pocos en aquellas latitudes cuyo pago exige grandes sacrificios. En España, terminar esos mismos estudios (de seis años) en una universidad pública cuesta hoy alrededor de 9.000 euros, que aunque también es una cifra importante, muchas familias se pueden permitir, aparte de las posibilidades que muchos estudiantes tienen de disfrutar de becas.

Un flujo desastroso

Si Maggie finalmente acepta la tentadora oferta y se decide a dejar a su novio por un puñado de dólares, pasará a engrosar las filas de ese ejército de 20.000 trabajadores sanitarios que, según la OMS, se marchan de África cada año para practicar en el mundo desarrollado. Es la otra cara de la inmigración, la que no muestra a los que vienen en pateras o a los que trabajan en la venta ambulante, sirven copas en bares, barren calles o cuidan ancianos. Muchos miles de africanos, como Maggie, saben que una vez que terminan sus estudios de Medicina o Enfermería sus perspectivas no serán muy brillantes si ejercen en sus países de origen: condiciones de trabajo muy duras con pocos medios, salarios bajos y decenas de miembros de su familia que acudirán a ellos a pedir dinero para salir de apuros que no terminan nunca. Después de varios años soportando esta tensión, y con ofertas tentadoras, muchos de ellos abandonarán sus lugares de nacimiento para poner sus talentos al servicio de los países más ricos, que sabrán recompensarlos bien. Pero este flujo está resultando desastroso para sus países de origen. Según el informe State of World Population, de Naciones Unidas, de 2006, el efecto de la fuga de cerebros se deja notar sobre todo en los frágiles sistemas sanitarios de los países pobres.

Su principal autora, María José Alcalá, señala que “el problema de este flujo de personal sanitario es que ocurre en lugares del mundo donde los sistemas de salud están en bancarrota y se enfrentan a necesidades sanitarias que les desbordan”.

Para ilustrar esto, nada mejor que reflexionar sobre algunas cifras. Las que ofrece la Comisión Global de Migraciones Internacionales no pueden ser más elocuentes: hoy día hay más médicos de Malawi trabajando en la ciudad inglesa de Manchester que en todo Malawi. Y algo más de la mitad de los 600 médicos que se han formado en Zambia desde su independencia, en el año 1964, se han marchado de su país en busca de pastos más verdes.

Una marcha que, en buena parte, se debe a mucho más que la tendencia natural de cualquier ser humano de buscar mejores condiciones de vida. La “fuga de cerebros” se ha incrementado en los últimos años debido a verdaderas campañas agresivas de agencias que buscan profesionales a cualquier precio. La analista de asuntos internacionales, Celia Dugger, publicó en el año 2005 un informe basado en una investigación realizada en 30 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), donde se encuentran la mayor parte de los países considerados más prósperos. Su estudio reveló que en países como Uganda, Kenia, Mozambique, Ghana y El Salvador, entre un 25 y un 50% de sus graduados universitarios vivían en un país de la OCDE. La proporción subía al 80% para Haití y Jamaica. Estos datos contrastaban con apenas un 5% de los profesionales de países que están en la senda del desarrollo, como es el caso de China, India, Indonesia y Brasil, donde sus médicos, ingenieros y todo tipo de personal cualificado se quedan en casa. 

Pero para los países más pobres, la sangría no tiene visos de cortarse. Si basta como muestra este botón, en 2003, el Reino Unido concedió 5.880 permisos de trabajo a personal sanitario de Sudáfrica, 2.825 de Zimbabwe, 1.510 de Nigeria y 850 de Ghana. Aunque estos países se benefician por las remesas que sus inmigrantes envían periódicamente a sus familiares, la pérdida que esto supone para los servicios sanitarios más básicos en lugares donde falta de todo es irreparable.

Mejora de salarios

Según la OMS, cada año se destinan 12.000 millones de dólares de la ayuda internacional para el desarrollo del sector sanitario. En la conferencia de Kampala citada anteriormente, este organismo propuso gastar una cuarta parte de esa cantidad en pagar adecuadamente a médicos y enfermeras de los países más pobres. También María José Alcalá se decanta por una solución que pase por repartir los recursos humanos de salud de forma más equitativa, para lo cual haría falta establecer pautas de cooperación internacional más justas. “En primer lugar, habría que tomar medidas para mejorar los sistemas de salud pública en los países más pobres, lo que incluiría mejorar las condiciones de trabajo de su personal sanitario. Además, los países ricos deberían invertir más dinero en formar suficientes médicos y enfermeros para satisfacer las necesidades de su propia población”.

Una solución, a todas luces, más que justa. El problema es que muchos de los países más desarrollados, cuyas poblaciones demandan más personal sanitario para mantener su alta calidad de vida, prefieren seguir como hasta ahora. Incentivan a médicos y enfermeras de países pobres para que emigren, atraídos por mejores condiciones de vida, y de paso se ahorran los costes de su formación. Los que pagan los platos rotos de estas políticas migratorias son los millones de africanos para los que cada día es más difícil tener acceso a los servicios de salud más esenciales. Si Robin Hood levantara la cabeza no daría crédito a sus ojos. Él, por lo menos, robaba para dárselo a los pobres.

EL HÉROE QUE NO QUISO EMIGRAR A EUROPA

Conocí al doctor Matthew Lukwiya en Gulu (Uganda), en 1996. Eran los años en que la guerra que asolaba a este lugar del norte del país hacía que el hospital St. Mary’s, situado a las afueras de esta pequeña ciudad, recibiera un flujo constante de heridos y mutilados. Por las noches, más de 20.000 personas de las aldeas vecinas entraban dentro de sus muros para buscar refugio y escapar de los ataques de los rebeldes del LRA. El joven médico, originario de aquella castigada región, acababa de volver de realizar un máster en Medicina Tropical en la Universidad de Liverpool, donde obtuvo brillantes notas y rehusó aceptar una tentadora oferta de trabajo en el Reino Unido. “Aquí me necesitan más”, solía repetir. En más de una ocasión tuvo que enfrentarse a grupos de rebeldes que intentaron asaltar el hospital para buscar medicinas. Su valentía y su carácter animoso y amigable infundió moral al resto del personal sanitario, que en aquellas circunstancias vivía con un miedo atroz.

Tres años después, volvió al Reino Unido para realizar otro curso, esta vez sobre estrategias de Salud Pública. Por segunda vez volvió a rechazar una oferta de trabajo y regresó a su hospital de Gulu, del que llegó a convertirse en director. En octubre de 2000 tuvo sobradas ocasiones de poner sus conocimientos en práctica cuando este centro de salud se convirtió en el epicentro de una epidemia de ébola que se desató en la atormentada región.

De los 130 muertos que causó aquel brote, 20 de ellos fueron enfermeros y enfermeras del hospital St. Mary’s. Matthew Lukwiya consiguió evitar una estampida de personal sanitario y coordinó los esfuerzos para detener la extensión mortal de la fiebre hemorrágica. Convencido de que en situaciones de crisis no hay nada mejor que predicar con el ejemplo, todos los días pasaba varias horas en el pabellón habilitado especialmente para tratar a los sospechosos de estar infectados del virus de esa mortal enfermedad. Durante el funeral oficiado el 2 de noviembre por una de las enfermeras fallecidas a causa del contagio, todos recordaron sus palabras. “He entendido que la profesión médica es una vocación en la que Dios nos puede pedir que demos nuestra vida. Yo estoy dispuesto”.

Pocos días después, estas palabras se hicieron realidad en su vida cuando se infectó al intentar detener a un enfermo sangrante que había perdido el control de sí mismo. Murió pocos días después. Si hubiera vivido algunas semanas más habría tenido la satisfacción de ver cómo su muerte fue la última causada por el ébola durante aquella epidemia. En Uganda está considerado como un héroe nacional y su tumba, en el patio del hospital, es un auténtico lugar de peregrinación. 

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