“Quien es culpable de pedofilia no puede ser sacerdote”

Benedicto XVI, que acaba de cumplir 81 años, visita los Estados Unidos en medio de una gran expectación

(Antonio Pelayo– Roma) Escribo esta crónica en la mañana del miércoles 16 de abril, día en que Joseph Ratzinger cumple 81 años. Desde hace algunas horas el Papa se encuentra en el bello edificio de la Massachusetts Avenue número 3339 de Washington, sede la Nunciatura Apostólica, descansando de su viaje transatlántico y preparándose para una jornada que estará llena de emociones para él, pero que le exigirá un notable esfuerzo físico.

El B777 de la Alitalia, que había despegado del aeropuerto de Fiumicino a las 12 del mediodía del martes 15 de abril, aterrizó con gran puntualidad en la base militar de Andrews, en Maryland, a las cuatro de la tarde hora local, cuando ya eran las diez de la noche en Roma. Su viaje de seis días a los Estados Unidos comenzaba con una grata sorpresa: rompiendo todo protocolo, el presidente George W. Bush, su esposa la First Lady Laura y Jenna, una de las dos hijas de la pareja presidencial, le esperaban al pie de la escalerilla del avión para darle la cordial bienvenida. Las damas, como exige el protocolo vaticano, vestían rigurosamente de negro, y el presidente inclinó reverentemente su cabeza antes de estrechar la mano derecha del Pontífice, que tenía en su izquierda el blanco solideo que el viento washingtoniano habría hecho volar de su cabeza.

En compañía del presidente, Benedicto XVI atravesó la alfombra roja flanqueada de soldados del Ejército y escuchó los himnos americano y pontificio, mientras centenares de fotógrafos y cámaras televisivos disparaban sus flashes, y un grupo de entusiastas alumnos de colegios católicos le aclamaban. El Papa ha viajado en compañía del secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, y los cardenales estadounidenses residentes en Roma, Joseph W. Levada y James Stafford. Ya en tierra, fue saludado por el nuncio Pietro Sambi; el presidente de la Conferencia Episcopal Estadounidense, cardenal Francis E. George; y el arzobispo de la capital federal, monseñor Donald William Wuerl, con sus obispos auxiliares, monseñor Francisco González y monseñor Martin Holley.

La ceremonia fue tan breve como cordial y, acto seguido, siempre rodeado de extremas medidas de seguridad, recorrió en una limusina negra superblindada los 25 kilómetros que separan la base militar de la Air Force de la Nunciatura Apostólica, donde cenó en privado.

Escándalo vergonzoso

Durante las diez horas que duró el vuelo a través del Océano Atlántico, en compañía del padre Federico Lombardi, director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, el Santo Padre mantuvo un breve encuentro con los periodistas que le acompañan en este viaje. Inevitablemente, surgió la pregunta de un periodista norteamericano sobre el escándalo de la pedofilia de un pequeño sector del clero. “Es un gran sufrimiento para la Iglesia de los Estados Unidos, para la Iglesia en general y también para mí personalmente que esto haya sucedido”, dijo. “Cuando leo algunas de las historias de las víctimas de ese escándalo –añadió–, me resulta difícil comprender cómo ha sido posible que los sacerdotes hayan traicionado de este modo su misión. Estamos profundamente avergonzados y nos aseguraremos de que esto no suceda en el futuro”. Después afirmó que hay que seleccionar con gran cuidado a los candidatos al ministerio sacerdotal, “de modo que sólo personas verdaderamente íntegras puedan ser admitidas al sacerdocio. Es más importante tener buenos sacerdotes que muchos sacerdotes”. Por fin hizo esta aseveración que no deja lugar a dudas: “Quien es culpable de pedofilia no puede ser sacerdote. Excluiremos a los pedófilos de nuestro ministerio”. (Es posible que sobre este doloroso tema vuelva a hablar en la homilía de la misa que celebrará con los sacerdotes, religiosos y religiosas en la catedral de San Patricio el sábado 19 de abril).

El programa de la jornada prevé una ceremonia de bienvenida en los jardines de la Casa Blanca (a la que se calcula que asistan unas 10.000 personas), al término de la cual el Papa desayunará y mantendrá una entrevista personal en el famoso estudio oval con el presidente Bush; al final de la mañana, almorzará con los 17 cardenales norteamericanos (13 de los cuales son electores) en la Nunciatura Apostólica, donde a continuación recibirá el saludo de los representantes de las más importantes fundaciones católicas de caridad. La jornada se cerrará con la celebración de vísperas en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, a la que asistirán la casi totalidad de los 436 obispos que forman la Conferencia Episcopal más numerosa del mundo.

Interrumpamos aquí la información pormenorizada sobre el programa de este viaje, para centrar nuestra atención en la importancia intrínseca del mismo, que viene marcada de forma muy especial por el discurso que pronunciará ante la Asamblea General de la ONU el 18 de abril en el famoso Palacio de Cristal construido por el arquitecto Oscar Niemejer. De los ocho viajes por él realizados desde que fue elegido sucesor de Pedro, éste a los Estados Unidos es el de mayor trascendencia y calado político.

Sucedió lo mismo con sus antecesores: Pablo VI visitó la sede de Naciones Unidas el 4 de octubre de 1965, y su discurso sobre la paz en plena guerra fría (“Jamais plus la guerre, jamais plus la guerre!”, dijo vibrante ante los delegados) entró en las páginas de la historia. Catorce años después, el 2 de octubre de 1979, el Papa polaco se dirigía al mismo auditorio y asumía plenamente el mensaje antibélico de Montini, pero lo asociaba a una premisa antropológica fundamental: “Cada uno de ustedes –dijo a los delegados– representa a un Estado, a un sistema y a una estructura política, pero sobre todo a seres humanos individuales. Toda la actividad política, nacional e internacional, procede en última instancia del hombre, se ejerce a través de los hombres y es para el hombre. Si tal actividad es separada de esta relación fundamental y de esta finalidad, se convierte en cierto modo en fin de sí misma y pierde gran parte de su razón de ser”.

Derechos de los pueblos

Juan Pablo II volvió una segunda vez a la ONU el 5 de octubre de 1995, en el ­curso de su sexto viaje a los Estados Unidos después de la caída del Muro de Berlín y de la desintegración del imperio soviético, cuando se cumplían 50 años del final de la II Guerra Mundial. En su discurso subrayó con los acentos que le eran tan propios “los derechos de las naciones” y los “derechos de los pueblos”, afirmando: “Toda nación tiene derecho a mode­lar su vida según sus propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y en particular la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a los más jóvenes una educación adecuada”.

El discurso de Benedicto XVI ante los 192 delegados de la Asamblea General –que será precedido por un encuentro personal con el secretario general Ban Ki-moon– se situará en la misma línea de pensamiento, y anticipará algunos de los temas desarrollados más ampliamente en la que será la tercera encíclica de este pontificado. El Papa lo ha preparado con toda la minuciosidad de que es capaz, y será una pieza indispensable para comprender el papel que la Iglesia quiere desempeñar en el mundo al comienzo del tercer milenio de historia cristiana.

Pero el viaje tiene otras citas significativas, como son el encuentro con los representantes de todas las religiones en Washington el jueves 17 de abril y la visita a la Sinagoga del Park East de Nueva York. Ya suscita un enorme interés en la prensa mundial la visita y la oración ante el Bed rock que conmemora en la Zona Cero a las víctimas de los funestos atentados contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, así como la misa en el Yankee Stadium de la ciudad de los rascacielos, después de la cual emprenderá su regreso a Roma, donde está previsto que aterrice a primeras horas de la mañana del lunes 21 de abril.

De todo esto informaremos ampliamente, como es lógico, en nuestro próximo número.

EN EL SANTUARIO DE LOS ‘NUEVOS MÁRTIRES’

El lunes 7 de abril, el Papa visitó la Basílica de San Bartolomé, en la Isla Tiberina de la capital italiana. Este antiquísimo templo –que conserva reliquias del apóstol– fue confiado en 1993 a la comunidad de San Egidio, que le ha dado una nueva vocación de diálogo ecuménico y la ha convertido, al mismo tiempo, en el santuario de los “nuevos mártires”, memorial de los testigos de la fe en el siglo XX.

Benedicto XVI, después de visitar los seis altares que recuerdan sucesivamente a los mártires de África, de España y México, del nazismo, del comunismo, de América Latina, de Asia, Oceanía y Oriente Medio, dijo en su homilía: “También este siglo XXI se ha abierto bajo el signo del martirio. Cuando los cristianos son verdaderamente levadura, luz y sal de la tierra, se convierten, como le sucedió a Jesús, en objeto de persecución, como él son ‘signo de contradición’”. El fundador de San Egidio, el profesor Andrea Riccardi, agradeció al Pontífice su visita, que solemniza los 40 años de existencia de la Comunidad y, recordando los años fundacionales, explicó: “Fuimos preservados del frío de las ideologías de aquellos años, del calor asfixiante de vivir para uno mismo. Fuimos guiados por el camino del amor”.

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