Gabino Díaz Merchán: “El perdón y la reconciliación son muy importantes para España”

Arzobispo emérito de Oviedo

(Texto: José Lorenzo-Fotos: Luis Medina) Tenía diez años cuando aquella imagen se le incrustó en la memoria. Han pasado siete décadas, y allí persiste. Nítida. Él, su hermana pequeña y sus padres en su pueblo, Mora, en la provincia Toledo, tierra que iba a dar tantos mártires. Son los primeros días de una guerra civil que heriría profundamente al país. Hay algarada en las calles. De repente, un grupo de exaltados de izquierdas les pone, a los cuatro, en el punto de mira de sus fusiles. Un niño que asoma su razón a la vida, frente a frente con la muerte. “Estuvimos a punto de morir. Otra gente se interpuso y no pasó nada. Lo de mi padre ocurrió al mes siguiente, en agosto de 1936”.

Es el de Gabino Díaz Merchán un testimonio de reconciliación y perdón especialmente válido para nuestra sociedad actual, empeñada de vez en cuando por parte de algunas de sus instancias en coquetear con el abismo del rencor. Impresiona oírle rememo- rar las últimas horas de su padre y de su madre, quien quiso acompañar a su marido hasta el final. E impresiona, aún más, oír el asomo a su garganta del llanto ahogado de aquel niño que quiso aferrarse a la idea de que sus padres habían escapado a México.

“Fueron a por mi padre, que era un pequeño empresario. No era un potentado, ni adinerado, ni un líder político. Era miembro del Partido Republicano Democrático por afinidad con Hipólito Jiménez, abogado en Madrid y amigo desde la infancia en Mora. Dijeron que lo llevaban al Ayuntamiento, y mi madre quiso acompañarlo, pero en realidad no iban allí, sino a la cárcel. Ella comprendió lo que pasaba y dijo que si le mataban, quería morir con él. Le dijeron que estaba loca, que nadie pensaba hacerle nada a su marido. Y mi madre regresó triste a casa. Al cabo de una hora volvieron a por ella. Creyó que mi padre ya había resuelto el asunto y volvía a casa. Cuando llegó a la prisión, lo encontró montado en un coche con otro señor, al que también mataron. La hicieron subir también a ella. A la media hora los fusilaron en la carretera que va de Mora a Orgaz, cerca del cementerio de este pueblo. Sabemos, por los testimonios de los mismos ejecutores, que en el camino ella iba preparando a mi padre, que estaba deshecho con el pensamiento de dejar a sus hijos huérfanos al morir. Le decía: ‘Mira, no vas a querer tú más a tus hijos que Dios; Dios proveerá; tienen a sus tíos, a su abuela…’.

Ella le consolaba y rezaba con él; también cuando se disponían a fusilarlos le vendó los ojos y le cogió del brazo. Mi padre murió en sus brazos. Y ella, mirando al pelotón, dijo ‘¡Viva Cristo Rey!’. También refirieron que mi madre, unos instantes antes de morir, dijo: ‘Así no vais a ganar la guerra, matando a hombres de bien’. Le enterraron con mi madre en una fosa común. De allí los desenterramos al acabar la guerra. El cuerpo de mi padre tardó en aparecer porque estaba en lo más hondo de la fosa. Pasamos unos momentos de mucha angustia. Al lado de nuestra fosa había otra, con restos de mujeres de izquierdas, a las que había fusilado Líster, por haber tenido un comportamiento desleal a las normas, y sin guardar con ellas ningún procedimiento jurídico. Y, bueno, sus familiares y nosotros, mutuamente, nos estuvimos consolando, aunque unos y otros habían muerto en circunstancias tan distintas.

¿Cómo reaccionó aquel niño ante esa desgracia?

Me impactó mucho. Me preguntaba con frecuencia: ‘¿Dios mío, por qué permites esto?’. Mi mente infantil soñaba con que mis padres no habrían muerto, que habrían escapado a México. Al acabar la guerra yo tenía 13 años. La Iglesia, lo que más hizo entonces, y que yo recuerdo bien –contra lo que dicen algunos que ¡ya va siendo hora de que la Iglesia pida perdón!– era predicar el perdón, que perdonáramos a quienes habían asesinado a nuestros padres. Recuerdo que en abril de 1939, cuando salían de la cárcel de Mora los que habían estado presos con los rojos, hubo conatos de revancha.

Yo me incorporé a un grupo que se dirigía a la casa de la madre del jefe del PC de Mora, Carlos Torres, y al llegar a la casa, algunos empezaron a romper sillas y muebles. La madre, la pobre mujer, no tenía culpa de nada, y suplicaba clemencia. Entonces, uno de los presos recién excarcelados se subió a una silla y nos dijo que no podíamos hacer lo que estábamos haciendo, que era una venganza y que debíamos pensar que éramos cristianos. Sus palabras me impresionaron mucho y ya no participé más en ningún otro acto parecido por propia convicción.

En los meses primeros de la paz evolucioné también religiosamente después de tres años de vida montaraz, sin prácticas religiosas en las iglesias y mimado por mi familia. Me vino la idea de ir al Seminario en 1941, cuando con 15 años asistí casualmente a la ordenación de sacerdotes en mi pueblo. Descubrí la situación de la diócesis toledana, que ignoraba: de los 600 curas que había en 1936, habían sido asesinados unos 300 y el resto habían sido encarcelados. Más tarde, ya siendo seminarista y sacerdote, mi actitud interior, gracias a Dios, evolucionó siempre a favor de la paz social y de la concordia, no participar en odios, ni en venganzas y estar dispuesto a ayudar a todos los que me necesitaran. Eso es lo que he tratado de vivir siempre como cristiano, como sacerdote y como obispo, con muchos fallos por mi cuenta.

Pues no debe resultar sencillo para un niño desechar el rencor hacia quienes le han despojado de sus padres de manera tan cruel…

Sí, eso parece lo más natural, pero, por la gracia de Dios (porque perdonar es un don de Dios), y tal vez por el ejemplo que me habían dado mis padres, con su muerte sin odio, empecé a descubrir que no puedes ser feliz ni vivir odiando, que el odio no es cristiano. El testimonio de su muerte fue la mejor herencia que me podían haber dejado mis padres (más que dinero o bienes de este mundo), y me ha servido mucho en la vida.

¿Cree que el conjunto de nuestra sociedad, 70 años después de aquella guerra fratricida, tiene esos mismos sentimientos de perdón y reconciliación?

Sí, sí los tiene, vamos, si no se reaviva el fuego… España ha cambiado muchísimo en estos 70 años y la gente vive mejor. El peligro mayor de volver al odio fue de los años 39 al 43. En Toledo, que es lo que yo conocí, la Iglesia dedicó misiones y ejercicios espirituales a predicar el perdón y la paz, pidiendo no dejarse llevar por la ira y por la venganza. El cardenal Enrique Plá y Deniel fue mi obispo desde 1941, y era constante su petición de restaurar las libertades, suprimidas en el régimen surgido de la guerra; no lo hacía con publicidad, sino con gestos claros y escritos a favor de la libertad de prensa y la libertad sindical, que son muy conocidos. En mis años de sacerdote, en la Acción Católica y Cursillos de Cristiandad, nuestra misión fue siempre religiosa, no política; pero sembrábamos la doctrina de Pío XII sobre los derechos humanos, aunque luego esa labor quedara amortiguada porque el Estado no la tenía en cuenta y los medios de comunicación no la difundían. Algunos empezaban a sentirse incómodos con esta doctrina, que confirmó el Vaticano II. En España, entonces, algunos pensaban que cuando hablábamos de derechos humanos éramos filocomunistas. Pero esta labor apostólica fue creando en los católicos practicantes una mentalidad abierta a la libertad y a los derechos humanos. Y ya en la Conferencia Episcopal, en la que participé desde su comienzo en 1966, con la presidencia del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, hicimos todos los esfuerzos posibles para que se lograra una transición pacífica, a pesar de que la Conferencia no estaba reconocida por el Gobierno como persona jurídica. Ya muerto Franco, todos –y no me refiero sólo a los obispos–, todos hicimos un notable esfuerzo, para que se lograra. Ese esfuerzo fructificó en la Constitución, aunque ésta pueda tener algunos párrafos ambiguos. Fue un acto de prudencia, de concordia y de grandeza nacional.

¿Se le reconoce hoy a la Iglesia aquel esfuerzo?

Habrá gente que sí, pero en general, los medios de comunicación, no. Yo no sé quiénes ejercen poder en ellos. Los leo y escucho sin buscar esas conexiones, pero hay periodistas que no vivieron aquello y hablan de lo que han oído, como lo del golpe de Estado de Tejero, la noche del 23-F, de que si los obispos habíamos estado toda la noche esperando a ver de qué lado caía la cosa para pronunciarnos… Y eso es una infamia, es mentira. Esa noche, el cardenal Tarancón ya había cesado de presidente y había ido a su casa para descansar. Yo también me fui a casa de mi hermana y a la mañana siguiente, lo primero que hicimos Antonio Montero y yo –no estaba yo elegido aún presidente, pero había salido con alguna ventaja entre los propuestos en la noche anterior– fue hablar con el cardenal para manifestarle la necesidad de que la Conferencia se manifestara cuanto antes sobre aquella situación. De esta forma se hizo rápidamente una proclamación clara de adhesión a la democracia y al orden constituido, y se mandó el texto por teléfono a Radio Nacional, que la radió al mismo tiempo que la estaba leyendo Montero, porque les urgía difundirla. Cuando minutos más tarde me eligieron presidente, los diputados aún estaban retenidos en el Congreso. Mi temor en aquellos momentos no fue que estuviera amenazada la Constitución, sino que hubiera muertes en el Congreso, con consecuencias imprevisibles. Y como esta difamación, hay otras muchas, basadas en medias verdades que luego se van deformando por influjos ideológicos, y se repiten en los medios de comunicación… y acabas por ser lo que no eres de ninguna manera.

¿Y nuestra clase política alienta desavenencias?

Carezco de datos suficientes para juzgar. Tal vez estos últimos años haya habido cierta agresividad a nivel político partidista de signo poco constructivo, pero esa actitud no representa a la mayoría de nuestro pueblo, que realmente quiere que los políticos se preocupen de los problemas reales de la sociedad en vez de estar continuamente hablando de supuestos o reales trapos sucios de sus oponentes. En cuanto a la Guerra Civil, hay mucha gente que no vivió aquello directamente y, aunque tal vez tenga heridas por lo que hayan sufrido sus familiares, de ninguna manera desea dejarse llevar hacia una nueva confrontación.

Los consensos que hicieron posible la Transición (la forma de gobierno, lo religioso y lo territorial), ¿peligran?

De las posturas políticas partidistas, como te decía, no entiendo gran cosa. Por lo que atañe al tema religioso, hay un cambio de cultura, no sólo de España, sino de los pueblos de Occidente, que creen que la ciencia lo resuelve todo y que la religión es una cosa pasada y arcaica. Y la sociedad –dicho sea con todo respeto hacia los paganos– está retrocediendo a una situación pagana. Pero en España somos cristianos que nos estamos haciendo paganos en nuestra manera de vivir, que es distinto. Tenemos una herencia cristiana, pero que ha perdido su sentido profundo religioso en la mayoría de la gente, que no sabe quién es realmente Jesús. Evidentemente hay una evolución cultural muy profunda; por eso hablaba el papa Juan Pablo II de la necesidad de una nueva evangelización; pero no para volver a un régimen de cristiandad, de prepotencia de la Iglesia, sino para proponer la fe de nuevo a los que no conocen a Dios o tienen una idea equivocada de Dios, que es casi peor.

En conclusión, no creo que en este momento pudieran enfrentarse las dos Españas que lo hicieron en el 36. Aquello hunde sus raíces en muchos años anteriores en los que se alimentó un caldo de odio y de intransigencia. Hay que procurar que en esta nueva cultura haya cauces de diálogo y entendimiento, lo que supone una actitud de reconciliación y de perdón. El odio no encontraría hoy apoyo popular permanente. Me parece, no lo puedo asegurar, porque tampoco nos toman hoy muy en cuenta a los obispos.

Algunos insisten en que la Iglesia ha de pedir perdón. El anterior presidente de la CEE, Ricardo Blázquez, tuvo hace unos meses un discurso muy esclarecedor al respecto en una Plenaria…

Sí, hay una serie de personas empecinadas en ello. Una vez me preguntaron que cuándo iba a pedir perdón como obispo por la carta pastoral del cardenal Isidro Gomá. Les dije que para mí era muy cómodo dar golpes de pecho en la lápida del cardenal. Pero que eso no tenía sentido. ¿O tengo que pedir perdón por los que mataron a mis padres? Yo he perdonado a todos, no guardo ningún rencor, pero no me considero, ni como obispo ni como sacerdote, culpable de aquella situación. Eso tiene que  analizarse, y está muy bien que se aclare históricamente, pero no a través de los deseos de los partidos, sino por los historiadores, para que conozcamos en verdad qué pasó realmente en un sitio y en otro, y que lo conozcamos todos con paz y concordia.

 

¿Este encono de algunos es cíclico o cree usted que España podrá algún día romper ese lastre definitivamente?

Sí, creo que se puede romper, y todos tenemos que poner de nuestra parte para conseguirlo. El perdón y la reconciliación son muy importantes para nuestro país. Porque yo, por mucho que vocifere, a mis padres nadie me los va a devolver, ni tampoco al que ha perdido a sus seres queridos en el otro bando. Y esto es una cosa que, o la reconoces en paz, o vives toda tu vida amargado. Por otra parte, a medida que la gente tiene más cultura y se la deja pensar, sin querer influir demasiado en su pensamiento, todos nos vamos haciendo nuestro propio juicio. Y no todos tenemos que pensar igual. En la misma Iglesia hay unos que están más a la izquierda, otros más a la derecha, y tienes que ser así, y no pretender, a través del poder del Estado, de los partidos políticos, del dinero o de los medios de comunicación poderosos, que todo el mundo piense como los que tienen ese poder. Convertir a la población en una masa sin pluralidad es la agresión más peligrosa contra la democracia.

Su elección para la presidencia de la Conferencia Episcopal Española vino a coincidir prácticamente con la llegada del PSOE al gobierno tras su triunfo en las eleccciones generales. ¿Le supuso muchos quebraderos de cabeza, en aquella coyuntura, las relaciones con aquel primer gabinete de Felipe González?

Fueron relaciones muy educadas y muy cordiales, pero difíciles. No sé si Felipe González, que habla de mí en un librito que he visto de sus memorias, sigue afirmando a propósito del aborto que yo, como obispo de la Iglesia, tengo una manera tradicional de ver estos problemas. Es cierto que una cosa es gobernar y otra analizar los hechos desde su aspecto ético o moral. Recuerdo que en aquella ocasión, y varias veces después, le dije: ‘Hay que procurar que el problema religioso de España sea resuelto a un nivel de Estado, no político partidista. A usted ahora, su partido le presiona para que ponga cortapisas a los curas, a los obispos. Debe ponerlas en lo que sea justo, y en lo que es injusto, no. Cuando hay que tomar una medida que afecte a la religión, sería razonable que la tomasen de acuerdo con los partidos de la oposición y a nivel de Estado, y esto no porque la Iglesia se vaya a considerar como una parte del Estado, sino que, al contrario, porque la libertad religiosa debe ser reconocida y apoyada con una base cívica amplia, que no se deba al apoyo de un partido; porque de otra manera, cuando se ha logrado un pacto con un partido luego viene otro y lo deshace, con lo que se agrava la situación’. Algo semejante diría de otros problemas sociales, como las autonomías, la enseñanza, la libertad de expresión etc. Todos estos problemas no se pueden resolver desde un partido, aunque sea coyunturalmente el más votado, porque viene otro partido, y los cambian. Las soluciones a los problemas del bien común hay que buscarlas con acuerdos más básicos para no caer en un toma y daca, que no resuelve ni aclara los problemas, sino que origina frentes y divisiones muchas veces carentes de sentido común.

Creo que la Iglesia tiene que adoptar una misión espiritual que incida en lo temporal, en el bien común, no para dividir, sino para plantear problemas de fondo como la libertad religiosa, que ha de crear un clima de respeto en el que la gente pueda pensar y optar por una u otra solución sin necesidad de situarse en un frente hostil, aunque sea de meros insultos.

“¡BUENA TE ESPERA, GABINO!”

Se le sigue considerando uno de los obispos ‘taranconianos’, especie ahora en vías de extinción, aunque no a todos les guste ser etiquetados. Dicen que al propio Tarancón le hacía gracia el calificativo. Lo que sí es cierto es que Gabino Díaz Merchán sucedió al cardenal de Burriana en el arzobispado de Oviedo y en la presidencia de la CEE. “¡Buena te espera, Gabino!”, le dijo cuando le cedió el testigo al frente del Episcopado español. Tarancón, recuerda este toledano que ha echado raíces en Asturias, “fue el hombre providencial para el momento providencial de la Transición. Sin él, la Transición también se hubiera hecho, porque fue querida y facilitada por la inmensa mayoría del pueblo español; pero el cardenal fue un instrumento maravilloso al servicio de la nación y de la Iglesia en España”. Díaz Merchán quiere desterrar la imagen repetida por algunos de que Tarancón llevaba a los obispos “del ramal”. “Es falsa”. Según recuerda, “fue un presidente que supo gobernar la Conferencia con la participación de todos. Hablaba con todos los obispos, con todos los partidos políticos, con los que pensaban de una manera y de otra. Supo, en aquel ambiente de la transición, tener paciencia y habilidad para ir clarificando las cosas sin comprometerse con nadie, ni siquiera con ofertas atrayentes a primera vista de algunos políticos, como Adolfo Suárez, que le inspiraba gran confianza. Lo consultaba todo con el Comité Ejecutivo y con la Comisión Permanente de la Conferencia. Lo sé porque participé en estos organismos durante su Presidencia”.

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