Tribuna

Vientos de paz en Etiopía y Eritrea

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La XIX Asamblea de Obispos de África Oriental (AMECEA) debía tener su ceremonia de inauguración el 15 de julio en el Millennium Hall, el local más grande y prestigioso de Adís Abeba. Dos días antes, les llegó el aviso, inesperado e inapelable, de que no podrían contar con el local. No era un desplante a la Iglesia católica. Solo que, por muy importante que fuera una reunión de obispos, algo de mayor relieve iba a celebrarse en el Hall: nada menos que la recepción al presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, en su primera visita a la capital etíope tras 20 años de “estado de guerra” entre ambas naciones vecinas.

Quizá no nos acabemos de creer que pueda haber algún evento político que sea fausto, y nos pellizcamos para cerciorarnos de que no estamos soñando o de que no se trata de una pura apariencia que acabará en humo. Eso es lo que nos sucede tras la vertiginosa evolución política de los acontecimientos que se están produciendo en Etiopía, y que han tenido su punto álgido en el acuerdo de paz con Eritrea, firmado el 9 de julio en Asmara, capital de este último país.

El primer ministro etíope, Abiy Ahmed, y el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, en Adís Abeba, durante la reapertura de la embajada eritrea en la capital etíope, el 16 de julio

El primer ministro etíope, Abiy Ahmed (izda.), y el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki (dcha.), en Adís Abeba, durante la reapertura de la embajada eritrea en la capital etíope, el pasado 16 de julio

Para comprender todo ello, cabe reseñar –al menos someramente– los hechos de los dos últimos años: las protestas y desórdenes en toda la nación; la represión implacable del Gobierno, controlado por el núcleo duro del partido en el poder; la dimisión del primer ministro, Hailemariam Desalegn, incapaz de imponer su línea frente a ese núcleo duro. El nuevo primer ministro, Abiy Ahmed, ha logrado dar un vuelco a la situación. Para ello contaba con dos factores a su favor: el primero, un gran carisma personal; y, el segundo, el respaldo de su etnia, los oromo, mayoritaria en el país, y el de todos los descontentos con la situación, que eran muchos.

Las reformas se sucedieron en cascada: liberación de los presos políticos, llamada al diálogo a los grupos disidentes con base en el extranjero, suspensión del estado de excepción… La medida más sorprendente fue la oferta de diálogo a la vecina y hermana Eritrea, con la que, tras una sangrienta guerra entre 1998 y 2000, se había cortado toda comunicación.

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