Tribuna

Un testigo fiable del Maestro

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Juan María Laboa, sacerdote e historiadorJUAN MARÍA LABOA | Sacerdote e historiador

“Necesitamos un hombre de fe que nos convenza de que todo es posible, porque Cristo es el Señor de la Historia y está dispuesto a recrear una nueva Iglesia y una nueva humanidad. Muchos de nosotros pensamos que puedes ser tú este hombre”.

Querido papa Francisco:

Escribo estas líneas con alegría y con esperanza, como creyente y confiado miembro de la Iglesia católica. Empiezo confesando que tanto durante la preparación como durante el Cónclave, sentí miedo y, tal vez, desánimo.

Me resultaba tan descorazonador contemplar a más de cien cardenales vestidos de rigurosa púrpura, generalmente ancianos, que representaban desigualmente a la Iglesia universal, en un marco espléndido para cuantos amamos la historia, pero tan lejano y opaco para cuantos pretendemos seguir con sencillez los hábitos y las palabras de Jesús y, sospecho, de manera especial, más ajeno aún para los miembros activos de nuestra Iglesia situados en el Tercer Mundo.

Sin embargo, estos cardenales se mostraban decididos a elegir a un discípulo muy significativo de Jesús de Nazaret, es decir, al Obispo de Roma, que preside a las Iglesias en la caridad. Tú confesaste pocos días después que ambicionabas una Iglesia pobre para los pobres, pero hay que reconocer que nada en la preparación de tu elección nos llevaba a pensar en algo parecido.

Saliste al balcón, pediste nuestra oración y te inclinaste para quedar investido por la plegaria de los creyentes. Probablemente no resulte nada extraordinario en una comunidad de discípulos de Jesús, pero quedamos sobrecogidos. Elegiste el nombre de Francisco, un nombre que es incompatible con el fasto, la soberbia de los ojos, el alejamiento de los hermanos, el poder y la gloria humanos; te quedaste a vivir entre cristianos, duermes pared con pared con otros, celebras la Santa Misa con miembros de la comunidad que escuchan la palabra que sale espontáneamente de tus labios; desayunas entre los tuyos, no apartado de los hombres…

Ni siquiera Fellini tuvo imaginación suficiente para idear una película en la que un papa recién elegido volviera a la pensión en la que se había alojado los últimos días, hiciera con sus manos su maleta, bajara al mostrador y pidiera la cuenta.

Sentimos más respeto por cuanto significas
porque te presentas y nos hablas como hermano,
consciente de que uno solo es el Maestro.
Si tu cruz de plata vieja significa algo,
nos sentimos esperanzados.

¿Todo esto es extraordinario y desconcertante? No, lo que debiera desconcertarnos es que el Obispo de Roma, el llamado Vicario de Cristo, navegue entre lujos, acompañado de guardias suizos, rodeado de obispos que actúan como monaguillos, en tronos, palacios, sillas gestatorias y rodillos mecánicos, envuelto en sedas, puntillas, armiños, mantos, manteletas, zapatos de Prada y mil zarandajas semejantes, siempre, eso sí, acompañados de una cruz en la que cuelga nuestro fundador. Si volviera Cristo, ¿cómo se presentaría? No lo sabemos, pero ¿lo imaginamos disfrazado de tal guisa?

Por eso, Papa y padre nuestro, nos hemos sentido reconfortados cuando te muestras con sencillez y cercanía, tan a la mano. “Le encuentro como uno de nosotros, entiendo lo que dice”, me contestó un taxista cuando le pregunté qué le parecía el nuevo Papa. Sentimos más respeto por cuanto significas porque te presentas y nos hablas como hermano, consciente de que uno solo es el Maestro. Si tu cruz de plata vieja significa algo, nos sentimos esperanzados.

Me pregunto por qué se ha producido tal corriente de simpatía y contento al verte y escucharte en estos días. Ninguno cuestiona la promesa de Jesús a Pedro, sino la manera de presentarse y de ejercer su autoridad en los últimos siglos. Estamos convencidos de que el estilo es el hombre y, al mismo tiempo, una manera de concebir el cargo y la potestad.

Para no hablar del pasado, en nuestros días no se puede dirigir la Iglesia hacia Cristo sin tener en cuenta a los otros apóstoles y, también, el bautismo y la dignidad de los cristianos; sin respetar a los pobres del Señor que, en alguna manera, somos todos los creyentes. En realidad, no se puede representar a Cristo sin seguirle e imitarle en su palabra y su vida.

En la misa del día de San José describiste con emocionante complicidad cómo concibes tu nuevo oficio: “No olvidemos nunca que el verdadero poder es el servicio y que también el papa debe ser capaz de ejercer cada vez más ese servicio, que tiene su vértice luminoso en la cruz, debe guardar el servicio humilde, concreto, vivo, rico de fe, abrir los brazos, acoger con afecto y ternura”.

Al escucharte, resonaron en mi corazón las palabras y las acciones de Jesús, quien acogía permanentemente a tantos pródigos, dispensaba la lluvia de sus gracias a cuantos topaban con él, corría incansable tras las ovejas perdidas, sin tener en cuenta a tantos puros institucionales que lo criticaron hasta odiarlo.

En esta Iglesia nuestra existimos
demasiados testigos mudos que no ejercemos,
pero necesitamos de alguien que rompa inercias,
grite en los desiertos de nuestros egoísmos y soberbias,
abra las puertas a quienes durante dos mil años
han permanecido pacientemente en los márgenes de la historia.

Jesús no fue nada clerical, sino que se convirtió en nuestro hermano universal, y por esto, sigue siendo el gran protagonista de nuestras vidas. Este fue el testamento del Señor, y sospecho con ilusión, que es tu programa ya iniciado, al que nos invitas a apuntarnos.

Querría decirte tantas cosas, querido papa Francisco, con humilde y amable atrevimiento… No cambies de casa ni de zapatero; no permitas que el ambiente te aísle en el anillo de oro palaciego mientras tu secretario se convierte en filtro poderoso; mantén tu estilo en contra de tantos consejos interesados que te irán asediando y detén a tu maestro de ceremonias cuando pretenda vestirte impropiamente; recuerda a la curia que ellos no solo no han recibido ninguna promesa de Cristo, sino que solo son siervos inútiles del Siervo de los siervos del Señor; pregunta a los cristianos de toda condición por qué llevan sobre su pecho una cruz de un material que no corresponde a la cruz verdadera; señala con esa mirada tuya, firme, pero un poco perdida, que no es el boato ni el autoritarismo el fundamento de tu prestigio y de tu autoridad, sino la capacidad de sugerirnos que eres testigo fiable del Maestro; desenmascara a cuantos hablan y actúan en nombre del Maestro pero ya no creen en nada; suprime con dulzura el cardenalato, demasiado moderno, para quedarte con los obispos, los diáconos, los fieles, los pobres y excluidos, es decir, con los de siempre.

En esta Iglesia nuestra existimos demasiados testigos mudos que no ejercemos, pero necesitamos de alguien que rompa inercias, grite en los desiertos de nuestros egoísmos y soberbias, abra las puertas a quienes durante dos mil años han permanecido pacientemente en los márgenes de la historia, explique a los cristianos del mundo por qué tantos de ellos no pueden acercarse a la Eucaristía a causa de que sus obispos no se animan a ordenar sacerdotes a hombres capaces y buenos porque están ya casados.

Necesitamos un hombre de fe que nos convenza de que todo es posible, porque Cristo es el Señor de la Historia y está dispuesto a recrear una nueva Iglesia y una nueva humanidad. Muchos de nosotros pensamos que puedes ser tú este hombre.

En el nº 2.850 de Vida Nueva.