Tribuna

Un curso de acción intermedio para Alfie Evans

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Alfie nació el 9 de mayo de 2016. Sus padres tienen entonces 21 y 20 años, viven cerca de Liverpool. En diciembre de ese mismo año, es ingresado en el hospital infantil de su ciudad por sufrir convulsiones. Los médicos diagnostican una enfermedad neurológica degenerativa: aunque no la llegaron a etiquetar, los datos indican un daño cerebral establecido grave, extenso y progresivo, con pronóstico ominoso.

En esa situación, la indicación de limitar el esfuerzo terapéutico (LET) está bien hecha, algo que ni el Papa, ni el presidente de la Pontificia Academia para la Vida, ni la Conferencia Episcopal Británica negaron. No estamos ante una eutanasia encubierta ni, mucho menos, puede hablarse de asesinato, de condena a muerte, de vuelta a prácticas nazis, de víctima del Estado…, expresiones absolutamente inadmisibles, fuera de toda ética.

Difícil decisión

El problema, como en tantos otros casos de la práctica clínica diaria, fue que los padres no aceptaron la LET propuesta por los médicos (en ocasiones es al revés, como en el caso de Andrea). Pasa muchas veces, en niños y adultos. No es fácil una decisión así. No lo es para el médico, mucho menos para los familiares del paciente.

Casos tan dramáticos como el que nos ocupa provocan profundas emociones: no es lícito aprovecharlas para tensar aún más el debate público sobre el final de la vida. Judicializar estas cuestiones es un fracaso colectivo. La postura del Papa fue un ejemplo de prudencia. Pidió que se escuchase el sufrimiento de los padres, recordó que la vida de Alfie era digna y que se debía respetar la decisión de los padres. Nada más, tampoco nada menos. Lo que en Bioética se denomina un curso de acción intermedio, que suelen ser los más acertados.

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