Tribuna

Tocad para Dios con maestría (I)

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura  GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“El canto es la escalinata de Jacob que los ángeles se olvidaron en la tierra”. Es famosa la visión nocturna del patriarca bíblico: “Una escalinata, apoyada en la tierra, con la cima tocaba el cielo. Ángeles de Dios subían y bajaban por ella”. La imagen la aplicó Elie Wiesel, conocido escritor judío y Premio Nobel de la Paz, a la escala musical en la que las notas son los ángeles de Dios. En todas las grandes culturas la génesis de la música está conectada con una teofanía: para la Biblia la creación se produjo según un evento sonoro: “Dijo Dios: ‘Exista la luz’”. “En principio existía el Verbo”, repite por su parte el evangelio de Juan.

También en los Vedas la divinidad es un sonido primordial (Prajapati) que se ramifica en la multiplicidad de las criaturas, símiles a notas de un canto cósmico. En el IV Himno homérico, Hermes extrae de la materia la armonía inherente, extendiendo las cuerdas sobre el caparazón de una tortuga. También la historia humana se desvela en su sentido profundo a través de una epifanía sonora divina, como se lee en el Deuteronomio, que evoca así el evento del Sinaí: “El Señor os habló de en medio del fuego. Vosotros oíais sonido de palabras, pero no veíais figura alguna, sino tan solo una voz”. El final de la historia está representada en el Apocalipsis a través de una palinodia para solo, coro y orquesta que impregna todo este libro sagrado.

Ilustracion: Tomas de Zarate (VN2949)A la luz de todo esto, la música es estructuralmente un discurso trascendente, es una “teo-logía”, o sea, un hablar de Dios, donde el genitivo es contemporáneamente subjetivo (es Dios mismo el que se revela a través de ella) y objetivo (con la música intuimos a Dios). Por un lado, pues, debemos reconocer con Edmond Jabès que “después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inefable es la música”. Por otro lado, tenía razón el escritor agnóstico franco-rumano Emile Cioran cuando paradójicamente reprochaba a los teólogos haber ignorado que la mayor prueba de la existencia de Dios estaba en la música de Bach: tras escuchar una de sus cantatas, una Pasión o la Misa en Si menor, “Dios debe existir”.

Precisamente era Bach, cuya biblioteca estaba sorprendentemente compuesta casi de forma exclusiva por textos sagrados y espirituales, quien no dudaba al afirmar que “el finis de la música debe ser siempre la gloria de Dios y la recreación de la mente”. No en vano él mismo escribía a menudo en sus partituras la sigla SDG (Soli Deo Gloria) y en ocasiones ponía al final otra sigla, J.J. (Jesu Juva), desvelando no solo en los textos sino también en su intención la matriz religiosa de su obra. Es significativo que Bach hablara también de “recreación de la mente”.

Sin ser descriptiva, informativa ni parenética en sentido directo, la música transfigura el alma, la mente y el corazón humano. Curiosamente, Lutero y Cervantes se cruzaron sin saberlo cuando, el primero escribía en Frau Musika que “no puede haber un mal ánimo allí donde cantan bien los amigos”, mientras que el segundo, en Don Quijote de la Mancha confirmaba que “donde hay música no puede haber cosa mala”.

No obstante, existe también la conciencia de que en las manos frágiles y a menudo culpables del hombre la potencia eficaz de la música puede ser fuente de tragedia. No puede olvidarse el aspecto dionisíaco, orgiástico y depresivo de la música, según una famosa línea interpretativa de la tradición clásica, de la que hablaremos en nuestro próximo artículo.

Tocad para Dios con maestría (y II)

En el nº 2.949 de Vida Nueva