Tribuna

La tentación de la ubicuidad

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Francesc Torralba, filósofoFRANCESC TORRALBA | Filósofo

“La tecnología, a pesar de su belleza y de sus logros, es una producción finita de un ser finito. Libera de algunos males, pero acarrea otros…”.

No poseemos el don de la ubicuidad. Somos seres circunstanciales o, para decirlo con una bella expresión del antropólogo catalán Lluís Duch, seres adverbiales. Estamos aquí o acullá. No podemos estar en dos sitios a la vez; ni podemos cambiar, a nuestra voluntad, la circunstancia que nos toca vivir o sufrir. Es consecuencia directa de nuestra condición carnal, de nuestra dimensión espacio-temporal.

No podemos trascender el espacio y el tiempo. Estamos arraigados a lo sensible. Sin embargo, la voluntad de trascender, de ir más allá, de superar las limitaciones de orden temporal y espacial y liberarse del peso de lo circunstancial es un anhelo fundamental del ser humano. La criatura humana no se aclimata al mundo, ni lo acepta tal como es, como si fuera un ingrediente pasivo del mismo; tiene la voluntad de transformarlo y de transformarse a sí misma.ilustración de Jaime Diz para artículo La tentación de la ubicuidad de Francesc Torralba n 2852

Mentalmente estamos en todas partes, somos ubicuos, pero nuestro cuerpo nos retiene y encadena a un sitio, nos localiza y sitúa. Cualquiera que sea el lugar preciso en que estemos, estamos incesantemente viniendo a él desde el horizonte, desde la lontananza del mundo. Ello significa que, si estamos aquí, no podemos estar simultáneamente ahí, lo que significa que debemos renunciar a estar en otro lugar.

Escribe José Ortega y Gasset: “El tener que estar en un ‘aquí’, representa una amputación permanente de nuestra propia vida, una negación de sus otras posibilidades, una retracción y un confinamiento; es, en sentido trascendente, la servidumbre de la gleba que la condición humana padece”.

El ser humano es ese extraño animal que, al estar materialmente en un lugar, está, en realidad, volviendo siempre del universo al rincón en que se encuentra. La tecnología es, en este sentido, su gran aliada.

Muchos creen en el carácter omnipotente de la tecnología. Consideran que ella es el principal motor para trascender, para desafiar los límites de la finitud, el peso de la corporeidad, el vasallaje a la circunstancia. Esta nueva fe en la tecnología no es, en sentido estricto, nueva, pues sus cimientos ya están nítidamente expresados en la Nueva Atlántida de Francis Bacon.

Esta fe, supuestamente invisible, sin iglesias ni dogmas, crece exponencialmente en el primer mundo. El primer dogma de esta religión de sustitución o tecnolatría reza así: para la tecnología todo es posible. El lugar que ocupaba Dios ha sido ocupado por el potencial técnico del ser humano. Se ve en la tecnología el mecanismo para hacer realidad el sueño de Adán: ser como dioses.

Todos los atributos tradicionalmente referidos a Dios: la ubicuidad, la eternidad, la inmortalidad, la perfección, la belleza, la seguridad se consideran horizontes viables y posibles de realizar a través del desarrollo tecnológico.

Solo si el Infinito se revela al plano de lo finito,
solo si se asienta en su ser,
puede elevarlo al Reino del espíritu,
puede salvarle de la finitud, del mal, de la contingencia.

Esta ideología tecnicista que ha calado profundamente en nuestra civilización ignora una tesis fundamental de la antropología filosófica de todos los tiempos: el carácter finito del ser humano y, por consiguiente, también de sus obras, acciones y producciones. El ser humano, desde el pensamiento cristiano, no es capaz de trascender, por sí mismo, la finitud. En él subsiste el anhelo de trascenderla, porque es un ser capaz de infinito (capax infiniti est), pero no puede elevarse, por sus propios medios, a lo infinito. Solo si el Infinito se revela al plano de lo finito, solo si se asienta en su ser, puede elevarlo al Reino del espíritu, puede salvarle de la finitud, del mal, de la contingencia.

La tecnología, a pesar de su belleza y de sus logros, es una producción finita de un ser finito. Libera de algunos males, pero acarrea otros. Prolonga la vida y, según cómo, hace más llevadera la existencia humana, pero no logra extirpar la finitud que la caracteriza.

En el nº 2.852 de Vida Nueva.