Tribuna

La sexualidad en la Iglesia: andar sobre las aguas

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“Comenzó a caminar sobre el agua, pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como comenzaba a hundirse, gritó: ¡Sálvame, Señor!”. Quizá sea esta la situación en la que la Iglesia se encuentra en la actualidad respecto a una sexualidad que, desde hace un tiempo, y a gran escala, está dejando ver lo peor de sí misma, fuera y dentro de ella.



Nunca fue fácil integrar la sexualidad en la propia vida. Si por una parte otorga una belleza, un gozo difícil de encontrar en otras dimensiones de la vida, a la vez se trata de un ámbito en el que el ser humano experimenta, de forma humillante, la indisponibilidad de la existencia a ser reducida a la propia voluntad. Incluso su ‘liberalización’ frente a supuestas formas reprimidas de vivirla, no ha dejado de crear contradicciones, complejos, angustias y excesos perversos. ¿Quién ha encontrado las proporciones exactas en las que se debe mezclar instinto y voluntad, pasión y afecto, entrega y dominio, pudor y desnudez en este ámbito, además, de alteridad irreductible?

En este tema caminamos sobre unas aguas las más de las veces poco tranquilas o incluso revueltas, sobre todo cuando en nuestra sociedad se agitan con estímulos perversos, que superan con creces la belleza apacible, seductora e incluso algo turbadora de los cuerpos en sus dinamismos propios, intentando convencernos, muchas veces con éxito, de que cada pequeña transgresión es un acto de libertad soberana, buena y limpia de complejos.

Vivir la sexualidad

Creo que se podría decir que la mayor parte de los hombres, creyentes o no, laicos o consagrados, han sentido alguna vez los remolinos de estas corrientes, han tragado agua viéndose ahogar y se ha avergonzado escondidamente de no saber nadar ‘como Dios manda’, porque, además, seguramente no han encontrado sitios para compartir su turbación en un clima que vaya más allá del chiste, la justificación, la condena o el perdón exprés de la situación vivida.

Aunque, por otro lado, tampoco es claro que los queramos. Los hechos nos dicen que algunos han sido tragados hasta límites incomprensibles para la mayoría. ¿Enfermos, degradados, pecadores…? Creo que no es claro que se pueda medir del todo, aunque al ser humano siempre le ha gustado, incluso cuando vive en la anarquía, crear compartimentos que simplifiquen el juicio sobre lo real y le den la seguridad de estar en el sitio adecuado.

La sexualidad difícilmente se integra sin momentos de ahogo, y las estrecheces de nuestro camino (contradicciones, fragilidades, pecados…) nos deberían ayudar a caminar con humildad y sentirnos cercanos unos de otros. Ahora bien, tanto la negación a aceptar este conflicto sexual que nos habita y que no se puede resolver con la simple voluntad individual, como la liberación de todo control y ascesis como si no tuviéramos que domesticar este ámbito, nos ha abocado a una situación en la que se hace difícil vivir con serenidad, hablar con ecuanimidad, juzgar con verdad y compasión, y discernir y proponer caminos de integración de situaciones que, de golpe, nos han explotado entre las manos y ante las que nos sentimos confusos e impotentes.

Enfrentar casos de abusos

En esta situación no es extraño que los dirigentes de la Iglesia sientan que están andando sobre las aguas a la hora de afrontar los casos de abusos. No creo equivocarme cuando digo que sienten un escalofrío cada vez que deben afrontar uno o piensan lo que supondría tener que gestionar alguno de estos casos en los que, la mayor parte de las veces, la denuncia se convierte casi de inmediato en una condena social del acusado y de la misma Iglesia como encubridora, y, a la vez, se les impone la conciencia de tener que afrontar un discernimiento ecuánime, cercano y evangélico para el que no se sienten preparados.

Más cuando conocen que agresor y víctima pertenecen a la comunidad cristiana, que seguramente nunca podrán reconciliarse, y que deben ofrecer justicia y consuelo a la víctima, pero también un espacio de redención al culpable, al que todo el mundo querría desterrar al mismo infierno. ¿Cómo no compadecerse y orar por ellos para que Dios les acompañe en un discernimiento justo? Sabemos que en este caminar sobre las aguas no solo los obispos, también el Papa ha tragado agua. Y le honra haberlo reconocido o estar haciéndolo ahora.

(…)