Tribuna

La generación precaria

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Francesc Torralba, filósofoFRANCESC TORRALBA | Filósofo

“… el gran mantra del capitalismo globalizado repetido hasta la saciedad: el beneficio es lo único que cuenta. La consecuencia de ello es una generación hastiada, desvinculada y asqueada del mundo de los adultos…”.

Se ha definido de múltiples modos a la juventud actual. A lo largo de los últimos años, los expertos y científicos sociales la han bautizado con expresiones muy variadas: generación X, generación Y, generación @, generación Einstein, pero el nombre que describe de un modo más exacto la situación de miles de jóvenes en nuestro país es la precariedad.

La génération précarie es el nombre que, sobre todo, aparece en los estudios franceses. Uno de cada dos jóvenes en nuestro país está en el paro, y el que tiene empleo cobra un sueldo tan precario que con muchas dificultades puede emanciparse del domicilio familiar. Algunos prueban suerte en el extranjero y encuentran trabajo, pero también es un trabajo precario que no les permite mejorar su situación social.

Existe una minoría que se han preparado a conciencia y que, además de poseer un título universitario, tienen en su haber uno o dos másteres, además de dominar dos lenguas extranjeras, y se encuentran desarrollando tareas que están muy por debajo de sus expectativas profesionales, de su ambición económica. Todo ello tiene una consecuencia clara: frustración, vacío, sentido de estafa y, en el peor de los casos, deriva en estados semidepresivos o depresivos. Los psiquiatras han alertado del incremento de depresiones en este segmento de población.ilustración de Jaime Diz para el artículo de Torralba 2882

La familia actúa como esfera de protección. Su estancia en el domicilio familiar se prolonga y los padres asumen costes que no deberían asumir, pero no les queda otro remedio dada la precariedad. También ellos se sienten estafados, porque, además de invertir mucho tiempo en la educación de sus hijos, han dedicado muchos recursos económicos y, sin embargo, observan cómo no alzan el vuelo, cómo el ascensor social está atascado en el sótano y no sube.

Este drama humano está adquiriendo unas proporciones cada vez más profundas, no solo en nuestro país, también en otros de la Europa meridional, pero particularmente en el nuestro, puesto que las cifras de paro juvenil son muy altas. Según últimas informaciones, son las más elevadas de Europa, por encima de Grecia.

Cuando hablo de la generación precaria no me refiero a jóvenes de 20 años. Me refiero a personas que están en la década de los 30, algunos rozan ya los 40, que han terminado hace tiempo sus estudios, que están ubicados en empresas, pero que son inmisericordemente explotados. La mayoría tienen pareja, pero no se han casado, ni civil ni religiosamente. Muy pocos son los que se adentran en la aventura de la paternidad, pues la precariedad no estimula, lo más mínimo, a fundar una familia y a asumir las responsabilidades que conlleva.

Se utiliza como eufemismo la palabra empleo, pero, en el fondo, lo que realmente se produce es una forma de explotación humana que es consecuencia del gran mantra del capitalismo globalizado repetido hasta la saciedad: el beneficio es lo único que cuenta. La consecuencia de ello es una generación hastiada, desvinculada y asqueada del mundo de los adultos y, especialmente, desencantada de sus líderes sociales, políticos y económicos.

Sin embargo, este sufrimiento se vive de puertas adentro. La lucha por la supervivencia les divide y les enfrenta. Cada cual busca el modo de salir de la precariedad. No hay líderes, no hay movimientos, no hay resistencia crítica y, si la hay, es muy marginal en relación a las proporciones del fenómeno. Esta situación está haciendo mella en los jóvenes y, a pesar de las promesas políticas, la realidad persiste con toda su dureza.

El discurso que ha alentado a miles de jóvenes a esforzarse, a entregarse al estudio, a sacrificar los mejores años de la vida por un buen empleo está en crisis, y ello solo alimenta movimientos de evasión y de huida de la realidad social.

En el nº 2.882 de Vida Nueva.