Tribuna

La felicidad ‘low cost’

Compartir

Francesc Torralba, filósofoFRANCESC TORRALBA | Filósofo

La palabra felicidad experimenta, como los otros vocablos que se han analizado, una grave erosión semántica en la sociedad gaseosa.

Fácilmente se utiliza como un anzuelo publicitario para vender cualquier tipo de productos, también como un eslogan político o, simplemente, se identifica con el placer o con el confort. La felicidad vende e interesa porque es difícil hallar a alguien que no desee serlo.

La felicidad en la sociedad gaseosa se vende a bajo precio porque el concepto se reduce a la mínima expresión. Es una felicidad low cost que no exige ascética ni sacrificio. Se obtiene con la consecución del objeto de deseo.

La felicidad costosa, la que requiere largos sacrificios y es fruto de la abnegación, no tiene mercado en esta sociedad. En nuestra actual cultura de masas, la felicidad radica en la gestión de las pequeñas cosas, en los detalles de la vida cotidiana, en el consumo de objetos que se pueden hallar en un supermercado.

La felicidad se identifica con un rostro joven, sano y bello; con una sonrisa publicitaria, con una silueta envidiable y con unas determinadas zapatillas deportivas. Esta felicidad gaseosa es, a pesar de los anuncios publicitarios, un fraude, porque la experiencia real se encarga, constantemente, de romper el hechizo.ilustración de Tomás de Zárate para el artículo de Francesc Torralba 3011

Muchos ciudadanos que logran consumir el objeto deseado experimentan, a lo sumo, un placer momentáneo o una mejora en el confort personal, pero se sienten tan vacíos como antes. Esta felicidad gaseosa, que se relaciona esencialmente con la práctica del consumo, además de ser un fraude, es una fuente de frustración, porque una gran parte de los ciudadanos no puede poseer el objeto de consumo por su carestía económica. La consecuencia final es la sociedad de la frustración.

En la sociedad de la abundancia, del exceso y de la hybris, se ofrecen todo tipo de productos cuyo fin es garantizar la felicidad del consumidor, proporcionarle el más codiciado estado emocional de la condición humana. El alocado consumo de este tipo de productos de bajo coste es, de por sí, un signo elocuente del número de ciudadanos desgraciados e infelices que existe en la sociedad gaseosa, pues nadie compra lo que ya posee. Nadie consume lo que ya tiene en su ser.

El anhelo de felicidad, como el de solidez, subsiste, pero la cuestión que se plantea es cómo poder serlo cuando todo se volatiliza, cuando nada permanece, cuando todo muta. Si uno pone el fundamento de su felicidad en un ser y este ser es insoportablemente leve como todo lo que hay, no cabe duda de que difícilmente podrá ser feliz. ¿Es posible otro tipo de felicidad? ¿Es viable una felicidad partiendo del desapego, del desasimiento? ¿Tiene algún tipo de relación causal la emergencia del budismo en una sociedad gaseosa donde la vacuidad es su fondo?

El tiempo fluye, todo se deshace en el aire, pero el anhelo de felicidad, de gozar de un estado interior de buen ánimo que El Estagirita definió como eudaimonía, persiste, porque es un deseo esencial de la condición humana.

El gran fraude de la sociedad gaseosa consiste en confundir la felicidad con el confort material o bien con el placer sensorial. Es legítimo buscar el máximo placer corporal, táctil, sensual, auditivo, olfativo y gustativo, mientras no se cause ningún perjuicio a nadie; pero el placer no se puede identificar con la felicidad, porque el placer tiene su origen en la sensualidad, mientras que la felicidad es un estadio interior que emerge dentro de la persona como consecuencia de su obrar.

Publicado en el número 3.011 de Vida Nueva. Ver sumario

 


LEA TAMBIÉN: