Tribuna

La anorexia de Dios

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Uno de los signos de estos tiempos es la disminución de los que participan en Misa, la ausencia de la oración o la catequesis desde la familia, la distorsión de los sacramentos y la relativización de los valores. Estos son síntomas, es la fiebre de una enfermedad más profunda que podríamos llamar anorexia de Dios. La anorexia es un trastorno alimentario que por diferentes motivos lleva a evitar ingerir alimentos, lo indispensable para vivir saludablemente. De un modo análogo estamos viviendo un tiempo en donde no nos alimentamos de Dios o no dejamos que Él nos alimente.

Marta, una santa catequista, mamá y abuela, me dijo una frase para el bronce: “Hoy los padres tienen tiempo para llevar a los hijos a todos lados menos a Misa, les enseñan de todo menos a rezar”. Sencilla mujer de barrio que vislumbró el diagnóstico de esta anorexia. Con la sobrevaloración del consumo, del tener por sobre el ser, de la hiperactividad por la actividad misma, de las relaciones sociales por sobre la amistad, no hay tiempo para Dios.

Nos empachan con publicidades y productos para hacernos creer que con ellos estamos en el Reino de Gozalandia. Los opinólogos piensan por nosotros para evitarnos la tarea de tener que analizar, disentir, aunar lo que vivimos como sociedad. La consigna es disfrutar el presente, alimentar la autoreferencia, invisibilizar lo que mueve la conciencia y considerar al prójimo sólo en la medida que sirva a mis proyectos mezquinos y exitistas. En este panorama ir a Misa, rezar, solidarizarse no tiene lugar, porque se endiosa lo que se hace y lo que se consume.

Encuentro con el origen

Todos somos seres creados y no podemos negar la existencia de un ser superior, creador de todo, cualquiera sea el modo que lo llamemos. Esa condición de creados nos genera una especie de nostalgia, de necesidad de encuentro con el origen, un espacio interior que necesita ser satisfecho y justamente la satisfacción de ese lugar se logra con el encuentro con el creador, con Dios. Hemos hablado de aquellas situaciones, prácticas, elementos que absolutizamos y sin los cuales no podemos vivir, son los dioses de cada día tras los cuales corremos probablemente motivados, por la necesidad de llenar ese espacio interior que es sagrado porque está reservado para la presencia del creador.

Los niños, los adolescentes son promovidos por sus padres a practicar deportes, aprender artes, idiomas, realizar viajes, conocer lugares y nuevas experiencias pero, como decía aquella catequista, el encuentro con Dios no entra en la agenda y poco a poco crece la necesidad de este alimento, de este encuentro con lo más hondo del ser que engañosamente es satisfecho con más de lo mismo, generándose un círculo vicioso que lleva a la anorexia de Dios. Falta el alimento sustancial y la consecuencia es el debilitamiento espiritual. Al no reconocer a un Dios superior no nos sentimos hermanos y nos cuesta respetar la casa común que es el mundo. La conciencia como herramienta de discernimiento entre el bien y el mal es la primera afectada. Así lo bueno es lo que veo, decido, hago o aconsejan los opinólogos de turno que solo crean nubes de humo. Manejan nuestro destino y nuestros deseos.

Leyendo los titulares de los diarios y portales de noticias percibimos que el gran problema del mundo es la economía, las finanzas mal manejadas. Me atrevo a afirmar que este es el síntoma de la anorexia de Dios. El verdadero problema es la falta de humanismo, de ética, la llamada globalización de la indiferencia. También los sacramentos vividos como acontecimientos sociales, la Iglesia jerárquica y masculinizada en exceso, encerrada a veces, en sus verdades humanas. El remedio es la simple conclusión de Marta, rezar, admirar y alabar la obra de Dios, mirar a todos horizontalmente y no desde arriba, llenar ese deseo interior de satisfacción con un sincero diálogo con el creador. Esto evita y cura la anorexia de Dios.

Desde la misma Iglesia debiéramos considerar también, propiciar el encuentro comunitario con todos evitando la mirada proselitista y cuantitativa, ser buscadores incansables del pan y el vino que nos alimenta y anima a alimentar a otros, ser instrumentos de misericordia. Estoy convencida de que con la receta de Marta, no solo curaremos a los anoréxicos, sino que como en la multiplicación de los panes[1] quedaremos todos saciados y sobrará. Ya no necesitaremos los propagandistas de Gozalandia ni los ‘shopping’ para sentirnos vivos. Será Jesús quien le dará la salud y la paz a nuestros corazones. La anorexia solo será un mal recuerdo.

 

[1] Juan 6, 1-15