Tribuna

Juan Pablo II y la cultura

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“Los ciudadanos europeos del presente no podemos no llamarnos cristianos, porque no podemos comprendernos a nosotros mismos, ni nuestra alma más genuina, el ADN espiritual de Europa, sin la tradición cristiana…”.

Era todavía un estudiante universitario cuando, en Cracovia, entró en el grupo teatral “Estudio 38” y, desde ese momento, el teatro fue una de sus pasiones, como atestigua su obra más conocida, El taller del orfebre. Karol Wojtyla había comenzado, mientras tanto, su misión sacerdotal como docente en la Universidad de Lublin, apasionándose por el filósofo Max Scheler.

Siempre había amado la poesía, hasta el punto de dejar, justo en el tiempo de su crepúsculo (estamos en 2003), una “meditación poética” extremamente dulce en aquel Tríptico Romano. Meditaciones en cuyo centro destacaba la “estupenda policromía sixtina” a cuyos pies “se reúnen los cardenales, una comunidad responsable del legado de las llaves del Reino”.

En aquellos versos se remontaba “al agosto y al octubre del memorable año de los dos cónclaves”, el de 1978, pero proyectaba la mirada también al futuro inminente: “Así será otra vez cuando se presente la exigencia después de mi muerte”.

Juan Pablo II fue un papa escritor, y no solo por el pequeño océano textual de sus documentos oficiales, a partir de las encíclicas, sino también porque siempre remachó “el vínculo orgánico y constitutivo que existe entre el cristianismo y la cultura”, tanto que llegó a afirmar que “una fe que no se convierte en cultura es una fe que no es recibida plenamente, que no ha sido pensada enteramente, que no es vivida fielmente”.

Por eso, en 1982 fundó el Consejo Pontificio de la Cultura, el dicasterio vaticano destinado a promover el diálogo entre el horizonte de la fe y ese otro, tan complejo y variado, como es la cultura, concebida ya no solo como la aristocracia intelectual del arte y de las ciencias, sino también como una categoría radical de la propia existencia humana y de la sociedad.

Bajo esta luz, Juan Pablo II no es solo el gran hombre del espíritu, el artífice de un proyecto eclesial e intérprete de las necesidades de un mundo en crisis y en búsqueda. Es, además, el emblema popular de tantas multitudes que lo escuchaban durante sus viajes, la presencia crítica que recordaba a los políticos las exigencias de la fe y de la moral.

Juan Pablo II fue también un hombre de cultura y, en un célebre discurso realizado en 1980 en la UNESCO, mostró casi un manifiesto programático al respecto. En este brillaba precisamente una visión global de la experiencia cultural al servicio de la dignidad de la persona y ya se configuraba esa trama que atravesaría una encíclica entera, lapidaria ya en su título, Fides et ratio (1998). Su inicio es inolvidable: “La fe y la razón son como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.

Hay, sin embargo, otro texto que se convirtió casi en un estandarte del Papa poeta, dramaturgo y escritor. Es aquella extraordinaria y ardiente Carta a los artistas que Juan Pablo II, en el día de Pascua de 1999, dedicó “a los que con apasionada entrega buscan nuevas ‘epifanías’ de la belleza para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística”.

En aquellas páginas vibraba todo el alma de quien había sentido el estremecimiento de la inspiración creadora, similar al “pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos”.

Recogiendo el hilo de oro de una tradición secular, propone renovar “una alianza fecunda entre el Evangelio y el arte” y, remontándose a las palabras del bardo de la poesía polaca, Adam Mickiewicz, invita a hacer “emerger del caos el mundo del espíritu”.

Cuando se dan la mano la fe y el arte, hermanas que juntas se dirigen hacia el infinito y lo eterno, se puede sostener al hombre.

Justo como Wojtyla cantaba en una poesía dedicada a la Verónica que posó un velo sobre el rostro de Cristo que sufría: “Y ahora espero el consuelo de tus manos / llenas de humildes empresas, / espero tus manos, que tiernamente / sostienen el sencillo velo. / Al pueblo de significados más profundos / lleva tus manos, Verónica, / y toca el rostro del hombre”.

En el nº 2.806 de Vida Nueva.