Tribuna

Esperanza

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Maria_ValgomaMARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid

“¿Cómo transmitir algo de esperanza a mis desesperanzados alumnos, cuando hasta yo, una optimista recalcitrante, también lo estoy?…”

Últimamente, y sin saber bien el porqué, la palabra esperanza me persigue, aparece bailando ante mí, se va y vuelve, sobre todo vuelve, y pienso que tiene que haber alguna razón para ello.

Puede ser que aparezca al leer la prensa. Hace unos días, Cristovam Buarque, senador y ex ministro de Educación en el Gabinete del ex presidente brasileño Lula, fue entrevistado en Madrid. “Brasil se divide entre desesperados y desilusionados” afirmaba, para después añadir: “Marina Silva es la candidata presidencial que da más esperanza”. Y sin ir más lejos, hoy mismo –2 de octubre–, en la última página de El País, me topo con una columna del magnífico escritor Julio Llamazares titulada Esperanza, en la que con auténtica gracia cuenta cómo él quería pertenecer al coro de su colegio, coro que era el encargado de acompañar siempre los conciertos de villancicos que cada año daba Raphael el día de Navidad, y que retransmitía la televisión.

Suponía, pues, un “salto a la fama”, aunque fuera una fama tan efímera y tan de segundones, pero al menos todo el mundo podía verte en la televisión, algo imposible para un niño de 12 años. Ante el director del coro, un fraile que debía hacerle la prueba, el niño comenzó a cantar la única canción cuya letra se sabía:

¡De nada vale la vida que vivimos / si de mujeres nunca se sabe,/ la que no es buena lo parece algunas veces / y la que es mala no lo parece / Esperanza, por Diooos! Esperanza/ tan graciosa pero no eres buenaaa!…

No es difícil adivinar el estupor del fraile ante la canción elegida, ni el resultado de la prueba: Llamazares no formó nunca parte del coro.

DIZ_VALGOMA

Fuera de tan hilarante anécdota, es más que posible que lo que me haya hecho pensar más detenidamente en la esperanza haya sido el nuevo curso escolar, este comienzo de año –para mí, como para todos los estudiantes y profesores, el año no comienza en enero, sino en septiembre–. El primer día al entrar al aula, un aula repleta con unos trescientos estudiantes, veo sus caras. Hay algunos ilusionados, es su primera clase en la universidad, una etapa nueva, pero la mayoría parecen ya aburridos o desilusionados, piensan que no tienen futuro, que tendrán que irse, que si no les gusta la carrera, la dejarán, porque total “para acabar siendo teleoperadora me da igual estudiar que no estudiar”, me dice una chica.

El desánimo de la sociedad se les ha contagiado. ¿Cómo no estar desanimados en un país en el que crece la pobreza cada vez más y en el cual cada mañana nos desayunamos con un nuevo caso de corrupción? Anteayer los Pujol, ayer los Ruiz-Mateos, hoy los consejeros de Bankia, mañana cualquier otro, es un cuento de nunca acabar en el que, en el constante pillaje, se manejan cifras de vértigo y, junto a esas mareantes cifras, el último informe de Cáritas nos dice que hay 500.000 familias que no tienen ningún tipo de ingresos y que la pobreza infantil ha crecido de tal manera que, en toda Europa, solo Rumanía tiene un índice mayor. Es esta apabullante desigualdad la que nos hace sentir la radicalidad de la injusticia.

Así la cosas, ¿cómo decirles a mis alumnos que la situación puede cambiar, que nosotros como juristas estamos obligados a luchar contra tanta injusticia? ¿Cómo hacerles creer que la fuerza de la ley caerá sobre tanto corrupto, tanto ladrón, que no solo se han llevado con su conducta el dinero, sino la ilusión de tanta gente? ¿Cómo convencerles de que la política puede ser algo noble, que hay políticos buenos, cuando la separación entre la clase política –lógico calificarlos de “casta”– y los ciudadanos es abismal? ¿Cómo transmitir algo de esperanza a mis desesperanzados alumnos, cuando hasta yo, una optimista recalcitrante, también lo estoy? Confieso que no lo sé.

Si fueran creyentes, podría decirles que hay que “creer contra toda esperanza”, pero la mayoría no lo son. Martin Luther King dijo: “Si ayudo a una sola persona a tener esperanza, no habré vivido en vano”. Si alguien lo sabe, por favor, que me diga cómo hacerlo.

En el nº 2.912 de Vida Nueva

 

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