Tribuna

El sentido del mundo

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Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“Los cristianos somos portadores de un mensaje que nos identifica: dotar al mundo de sentido…”.

La historia contemporánea no ha sido demasiado honesta consigo misma y, consiguientemente, tampoco se ha mostrado compasiva con nosotros. Irrumpió en el tiempo de los hombres ataviada con los impulsos de la libertad, de la conciencia social del individuo, con una risueña convicción de que el mundo era comprensible y de que asumiría, en forma de historia y de naturaleza, el dominio de las criaturas superiores que poblaban la Tierra y que daban su significado a los acontecimientos.

Proclamó la consagración de una primavera de los pueblos erguidos sobre la democracia y manifestó haber alcanzado las costas de una nueva universalidad, facilitada por la técnica y justificada por el humanismo. El optimismo de la razón y el de la voluntad caminaron por un mismo sendero jubiloso, autosuficiente, recluido en su afirmación de la orgullosa soledad del hombre, que todos llamaron modernidad.

Ese progreso de la historia presentó siempre el rostro afable de un organismo vivo que crecía sobre su propia madurez intelectual, sobre su generosa abundancia de recursos materiales y sobre su posibilidad de prescindir de todo aquello que pudiera considerarse fuera del alcance de los seres humanos.

A la muerte de Dios proclamada por Nietzsche se añadía la presunción de que podía vivirse como si Dios no existiera y, sobre todo, de que la existencia humana alcanzaba su plenitud mediante una permanente superación del cristianismo. Lo más grave fue incubar la posibilidad de dejar de creer, inculcando en nuestros tiempos más próximos la enloquecida seguridad en un mundo que ni siquiera precisaba de los acordes de una moral afinada durante siglos de experiencia civilizada.

Tras el 11 de septiembre de 2001,
una sociedad regocijada en la
utilidad instantánea de las cosas
fue desafiada por preguntas que
solo podían responderse con otro lenguaje.

Con la fuerza de un símbolo, el siglo XXI llegó a nuestras vidas en forma de catástrofe. Tras el 11 de septiembre de 2001, una sociedad regocijada en la utilidad instantánea de las cosas fue desafiada por preguntas que solo podían responderse con otro lenguaje.

A aquella destrucción incomprensible siguió un interrogatorio esencial, que ya no se satisfacía con un vocabulario que solo alcanzaba a designar la feliz inconsistencia de la vida del hombre. El espacio material vacío, donde antes se habían levantado los edificios de Manhattan, dilataba ante los ojos de los hombres la representación de una oquedad espiritual. De pronto, el mundo descubrió su silencio.

Pero el hombre no puede permanecer callado, ni puede responder siempre a una realidad indescifrable con un permanente discurso lleno de ruido y furia. En su propio principio, el hombre necesita el verbo. En los comienzos de un siglo que anunciaba ya los desastres provocados por el tenaz rechazo a afrontar nuestra peligrosa y exigente condición, las palabras volvieron a brotar en los labios de una humanidad que se buscaba a sí misma: el mal, la finitud, la responsabilidad moral, la salvación, la terca y arriesgada libertad.

Durante las últimas décadas del sigo XX se afirmó un estilo de vida que se basaba en la carencia de cualquier significado profundo de la existencia humana. Bastó con que el mal asestara un golpe a esa insensatez, justo al iniciarse nuestra centuria, para que apreciáramos la contundencia moral del Evangelio.

Los cristianos somos portadores de un mensaje que nos identifica: dotar al mundo de sentido. Los hijos de los hombres saben que su mirada es insuficiente, que su conocimiento es limitado, que su ambición de saber siempre supera a un conocimiento fragmentario. Pero saben también que sus preguntas solo pueden plantearse dando por sentado que esta experiencia vital tiene significado.

La historia nos aguarda para que podamos inclinarnos sobre ella con nuestra voz. Nos pide las palabras antiguas y nuevas para llamar a esta Tierra. Para que devolvamos el nombre de aquello que la define como obra de creación y proyecto esencial del hombre. Para que, tras un prolongado desmayo, el mundo recupere su sentido.

En el nº 2.820 de Vida Nueva.