Tribuna

El mundo calla, ¿y Dios?

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María de la Válgoma, profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de MadridMARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid

Entre las múltiples estupideces que recibimos diariamente en nuestros móviles, días pasados me llegó, enviada por una vieja amiga, una fotografía profundamente conmovedora. En ella se veía a un niño sirio, de unos cinco o seis años, con el cuello y el pecho cubiertos de sangre, a causa de las heridas producidas por una bomba, y que en el quirófano en el que murió decía a los médicos: “¡Se lo voy a contar todo a Dios!”.

En esa frase, el pequeño condensaba todo el dolor, el miedo y la injusticia experimentados en su corta y durísima vida. Y también la fe en un Dios que se indignaría con ello y haría justicia trayendo la paz a Siria. De nuevo, el incomprensible sufrimiento de los inocentes interpelándonos.

El sufrimiento de los inocentes como el gran argumento del ateísmo. Es este dolor el que lleva al gran Albert Camus a cuestionar la existencia de Dios y la naturaleza del hombre: “Rechazo la idea de una Creación en la que los niños son torturados”, dirá en La peste. Y el judío creyente Elie Wiesel, siendo adolescente, llega a un campo de exterminio y, como involuntario testigo de una cremación, se pregunta: “¿Cómo es posible que se quemara a hombres, a niños, y el mundo callara?”.ilustración de Tomás de Zárate para artículo María de la Válgoma 3026

El mundo mira a otro lado, no se entera y calla. Pierde la fe: “Jamás olvidaré esos instantes en que asesinaron a mi Dios y a mi alma y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir”, dirá años después. ¿Cómo no entender a estos dos autores?, ¿cómo no estar profundamente de acuerdo con ellos? Personalmente, creo que si alguna vez perdiera la fe, también sería por tanto sufrimiento inmerecido, por tanta injusticia.

Días atrás vi una impresionante película, que les recomiendo muy vivamente. Se llama Silencio, y se sitúa en el siglo XVII. Narra la historia de dos jesuitas jóvenes que viajan a Japón en busca de su maestro, el padre Ferreira, de quien han llegado rumores de haber apostatado.

El filme, basado en la novela homónima de Shusaku Endo, escritor japonés cristiano, cuenta las muchas dificultades que los dos jesuitas encuentran a su llegada y las de los campesinos cristianos, perseguidos por el despotismo de los japoneses. ¿Mejor la apostasía o el sufrimiento y la muerte de los campesinos? Ni las palabras ni la oración les hacen superar la alternativa, pero cuando vuelven el rostro a Dios, tratando de adivinar su voluntad, no lo encuentran. “El pecado mayor contra Dios era la desesperación. Lo sabía bien. Pero no conseguía explicarme por qué Dios seguía en silencio”, dirá el padre Rodrigues.

Nada podemos especular sobre el silencio de Dios y su significado. Pero sí sobre el del mundo, el nuestro. En otras épocas históricas podríamos alegar ignorancia, incluso ante la barbarie nazi. Pero hoy es imposible escudarse en que no lo sabíamos. De cualquier hecho contamos con datos exactos: El pasado 7 de febrero, Amnistía Internacional denunciaba que 13.000 presos fueron ahorcados en una cárcel siria, en la prisión de Saydnaya, al norte de Damasco. Se les sacaba en mitad de la noche, en grupos de hasta 50 personas, y se les colgaba. Eran civiles acusados únicamente de sospecha de no ser partidarios del Gobierno. Hay muchos testigos, incluso entre los propios guardas de seguridad.

Es un caso entre miles, pero ¿sabe usted si alguien ha hecho algo? Ni la ONU, ni Europa, ni América… Como dijo Martin Luther King, lo mas grave es “el escandaloso silencio de las buenas personas”. Es decir, el nuestro.

Publicado en el número 3.026 de Vida Nueva. Ver sumario