Tribuna

El coraje de cantar el ‘Dies irae’

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Recostada sobre la parte alta de una colina del Meilogu se encuentra Siligo. La atraviesa una sola calle principal, s’istradone, extendida al sol como una serpiente brillante: una main street sobre la que, todavía hasta hace un tiempo, se asomaba una serie enfrentada de casas de una planta. Con tres excepciones: la casa de la familia de Francesco Cossiga, construida en dos plantas desde el comienzo, la casa de Gavino Ledda, el escritor de Padre padrone, y, por último, la casa natal de Maria Carta.

“Por esa calle cantaba siempre… entonces cantaba con voz delirante”. María recuerda su niñez. Tenía ocho años cuando comenzó a hacer oír su voz en la iglesia de Siligo. Un pasaje existencial revivido por siempre como una escena primaria: fue en ocasión del funeral de un compañero suyo muerto a los diez años que entonó con toda la fuerza que tenía en el alma un terrible ‘Dies irae’. Quedó tan agotada, tan conmovida en lo profundo del corazón, que la madre le mandó no cantarlo más. Vivida como un tabú, la prohibición fue violada y el trauma revivido cuando decidió titular justamente como Dies irae su álbum de 1975 dedicado al gregoriano, cantado en latín como el ‘Adoro te devote’, himno eucarístico atribuido a santo Tomás de Aquino, pero sobre todo en logudorés, como el ‘Ave mama ‘e deu’, es decir, el ‘Ave Maris Stella’, considerado de Pablo Diácono, que vivió en el siglo VIII.

Gregoriano moderno

“Die tràgicu su die / morit su mundu in fiama / comente est profetizadu” (“Día trágico aquel día / muere el mundo en llamas / tal como se había profetizado”): tal vez no sea inútil recordar aquí que el idioma de Logudoro, que se habla todavía en el Meilogu, región histórica de Cerdeña, no es un dialecto, sino una verdadera lengua romance… La más cercana al latín entre todas las variantes del sardo y, tal vez justamente por eso, particularmente apta para hallar sutiles y sublimes correspondencias con la cultura musical en la que se afirma a lo largo de los siglos el canto gregoriano. Como escribiera en aquella ocasión Severino Gazzelloni, “Maria Carta es la única en cuyo arte puede fundirse la modalidad gregoriana con las astucias de una orquestación moderna”.

En la gruesa biografía que le dedicara en 1999 Emmanuele Garau con el título de Maria Carta en la editorial Della Torre se cita palabra por palabra una confesión personal que revela una filosofía, confesión hecha en público durante un concierto en Bolonia de 1988 en ocasión del noveno centenario de la universidad que, justamente ese año, le había confiado la docencia en Antropología Cultural: “Lamentablemente, no he tenido la posibilidad de pasar mi juventud inclinada sobre los libros, sino cansándome la espalda en el trabajo, y estar aquí hoy es muy importante para mí, porque me doy cuenta de que en la vida lo que cuenta no es la suerte que se tiene en la juventud, sino lo que uno solo llega a construir”.

Difícil es el camino que elige María impulsada por su voz… Siendo ya una muchacha se hace conocer como cantante popular. Su belleza, que no podía ser más sarda y que le obtiene el título de Miss Cerdeña en 1957, no parece favorecer en un primer momento el designio del destino. En efecto, la música sarda fue siempre cosa de hombres…

El salto al continente

En 1958 Maria Carta cruza el mar y desembarca en el continente. Es su primera victoria. La más importante. Debe vencer la pesadilla de no ser entendida, es decir, de que la lengua sarda no es apta para comunicarse fuera de la isla. El resto está ya todo escrito en su carácter. Estudia, como no lo había hecho nunca, siguiendo la enseñanza de Diego Carpitella, director del Centro de Estudios de Música Popular.

En 1971, después de dos álbumes en colaboración con el gran musicólogo sardo Gavino Gabriel, la RAI emite un sofisticado documental guiado por la famosa voz de Riccardo Cucciolla y titulado encuentro con Maria Carta. La participación en Canzonissima en 1974, donde impone su extraordinaria presencia, coincide con la salida de su álbum Delirio, en el que puede gloriarse de una introducción de Giuseppe Dessì, famoso escritor sardo que había ganado unos años antes el Premio Strega con Paese d’ombre (Pueblo de sombras): “Su bello rostro, la fiereza y, al mismo tiempo, la gracia de su porte, más que un símbolo son una personificación de aquella Cerdeña intangible e indómita que siempre he amado. Cuando su voz cálida y potente se levanta y llena el espacio se abren infinitos horizontes que descienden en la historia. Después de haber conocido a Maria Carta, afirmo, una vez más, que los únicos grandes hombres de Cerdeña son nuestras mujeres”.

María sabe bien cómo están hechas las mujeres sardas: justamente en esos años rechaza el ofrecimiento de los hermanos Taviani de hacer el papel de la madre en la versión cinematográfica de Padre Padrone, porque no encontró en el guión el personaje de una “verdadera madre sarda”. Tal interpretación no se perderá cuando decide prestar su rostro a la señora Antolini, madre de Vito Corleone en El padrino II, de Francis Ford Coppola. En el teatro había debutado en la Medea de Franco Enriquez. En el cine, su rostro arcaico se impone en muchos filmes, entre ellos el ‘Jesús de Nazaret’, de Zeffirelli, y ‘Excelentísimos cadáveres’, de Rosi. En su último álbum, de 1993, un año antes de su muerte, regresa el canto gregoriano y, en primer lugar, justamente el ‘Dies irae’.