Tribuna

Contradicción y coherencia

Compartir

MARÍA DE LA VÁLGOMAMARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid

Siempre me ha sorprendido, y no gratamente –podría decir que, en ciertos casos, me ha escandalizado–, que las personas digan tener unas ideas o creencias y actúen de un modo contrario a ellas. Por ejemplo, si me declaro vegetariana, no puedo comer cada dos por tres un chuletón de buey porque nadie creería que soy lo que proclamo. Por eso me escandaliza, sí, que haya un ministro en el Gobierno actual –o lo quede del mismo– muy religioso, adscrito a un movimiento –perdónenme si no uso la palabra adecuada– o corriente de la Iglesia, “de comunión diaria”, con una expresión hoy anticuada, y al que le parece magnífico que en la frontera con Marruecos se pongan unas vallas repletas de cuchillas para evitar la entrada de esas personas desesperadas que huyen o de las guerras, de la miseria o de las hambrunas.

Ilustración: Tomás de Zárate (VN 2986)Afirma que el daño que pueden hacerse los que pretendan saltarlas es “leve”. ¿Dejaría este ministro que sus nietos –si los tiene–, o cualquier persona concreta a quien él quiera, las saltaran? ¿Dejaría que sus seres queridos, con la misma tranquilidad con la que hace esa declaración de la “levedad”, se embarcaran en un bote salvavidas, con exceso de gente y peso, y muchas probabilidades de hundirse? ¿Puede uno ser cristiano y afirmar que no podemos dejar que vengan personas que huyen de la guerra, y cuyas casas y tierras han sido destruidas? Si decimos que sí, es como el vegetariano que se come el chuletón: una contradicción, una incoherencia. Él no es vegetariano y nosotros no somos cristianos. Por mucho que lo digamos.

Los valores europeos, humanitarios, han desaparecido al violarse los principios fundamentales de la Declaración de Derechos Humanos y de los tratados internacionales en materia de asilo. La parálisis de los políticos europeos, que se reúnen para buscar la peor solución –el vergonzoso acuerdo con Turquía– y duermen en sus hoteles de cinco estrellas, tan lejanos al drama de los que huyen, caminando descalzos sobre el barro, con la ayuda única de voluntarios, ángeles de las fronteras, dibujan un panorama del que algún día nos avergonzaremos.

“¿Cómo pudo ser –nos hemos preguntado muchas veces– que Alemania, el pueblo más culto de Europa, apoyara el nazismo?”. Pues como nosotros ahora: con contradicción e incoherencia con lo que somos y creemos. Con miedo a perder nuestra comodidad, acostumbrándonos a que lleven su invisible estrella amarilla, como se acostumbraron los buenos alemanes a que vecinos suyos la llevaran.

La etimología de la palabra “coherencia” viene de “adherirse”. Vamos a adherirnos a lo que proclama nuestra fe, al mandamiento del amor, que no es un mero sentimiento, sino una conducta. Seamos coherentes y adhirámonos a la denuncia de Francisco en Lesbos contra esa “globalización de la indiferencia”, porque si somos cristianos no podemos ser indiferentes a tanto dolor.

Y tenemos la obligación de actuar. Unos, razonando con los que no quieren que vengan; otros, luchando contra las estúpidas medidas burocráticas y las declaraciones inanes (“no podemos acoger a refugiados ahora porque estamos en funciones”); todos, recitando la hermosa oración de Lesbos: “Dios de misericordia y Padre de todos, despiértanos del sopor de la indiferencia, abre nuestros ojos a sus sufrimientos y líbranos de la insensibilidad”. Amén.

En el nº 2.986 de Vida Nueva