Tribuna

Concelebrar con el papa Francisco, privilegio y emoción

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El corresponsal de ‘Vida Nueva’ en Roma, Antonio Pelayo, narra su experiencia

papa Francisco y Antonio Pelayo corresponsal de Vida Nueva en Roma

El papa Francisco y Antonio Pelayo

ANTONIO PELAYO. ROMA | Sí, he tenido esta mañana –sábado 11 de mayo– el privilegio de concelebrar la Eucaristía con el papa Francisco en la capilla de la Casa de Santa Marta del Vaticano. Considero casi un deber compartir con vosotros una experiencia tan rica de emociones.

Me enteré, por causalidad, que los periodistas argentinos de Roma iban a acudir a la Misa de Santa Marta el sábado 11 de mayo. Pensando en nuestra edición argentina, me sentí impulsado a unirme al grupo, y así se lo dije al embajador de Buenos Aires ante la Santa Sede.

Con su habitual cortesía, Juan Pablo Cafiero me dijo que él nada podía hacer, puesto que la lista la habían confeccionado mis colegas “pamperos” (perdonen) y ya estaba enviada a la Prefectura de la Casa Pontificia.

Varios colegas argentinos –¡gracias, Elisabetta Piqué!– me animaron a no renunciar, y a las 6:30 h. de la mañana ya estaba delante del cancello petrino formando parte del grupo. Desde allí, contando con la benevolencia de gendarmes y guardias suizos, pude llegar hasta la capilla.

Bien sabe Dios que me daba por muy contento asistiendo como un simple fiel a la misa, pero el secretario del Santo Padre, monseñor Alfred Xuereb, me invitó a concelebrar.

Ayudado por dos religiosas –una eslovaca, india la otra– me revestí, y me condujeron a una sala de la sacristía donde estaba Francisco, que me saludó con afecto. Cuando le recordé que ya nos habíamos saludado, dijo: ”Ah, cierto!”, y cuando le dije que fui alumno de los jesuitas de Comillas, acotó: “Eso son ya palabras mayores”.

papa Francisco en capilla Santa Marta sentado en los bancos de atrás

Foto de archivo de Francisco en la última fila

La capilla estaba casi llena; junto a los periodistas argentinos estaba también presente una amplia mitad del cuerpo de la Gendarmería vaticana y un buen número de parejas y monjas de diversas proveniencias. Estuve a un metro y medio de distancia de Bergoglio durante toda la misa, y pude darme cuenta de su concentración –estaba casi absorto– mientras celebra. Tiene las manos muy finas y exhala serenidad.

Las llagas de Cristo

En la homilía nos habló de Jesús, que después de la Ascensión dejó abierta la puerta del cielo (“no se le olvidó cerrarla, la dejó abierta para que nosotros pudiésemos entrar”) y nos prometió que lo que pidiésemos al Padre “en su nombre” nos será concedido. Dijo, igualmente, que en el cuerpo glorioso del Señor permanecieron las llagas para que sirvieran como intercesión ante Dios.

Luego añadió que quien quiera ser escuchado por Cristo debe sin falta sanar las “llagas” de su cuerpo místico: los pobres, los abandonados, los marginados, los enfermos, los que sufren, los perseguidos.

No es fácil despegarse del recuerdo de algunos momentos: cuando me dio la paz, sentí un abrazo fraternal, no ritual; en el momento de la comunión, partió la sagrada forma en pequeños pedazos y apenas bebió del cáliz.

Sentado mientras se distribuía a los fieles el Cuerpo del Señor, de vez en cuando alzaba los ojos, como si quisiera adivinar las alegría y tristezas de cada uno.

No canta, pero susurra, por ejemplo, las palabras del Regina coeli, y, finalizada la Eucaristía, se retira a la última fila ocupada por los fieles para la acción de gracias.

“Rece por mí”, nos dijo a todos y cada uno de los que saludó con un apretón de manos; besó a los bebés, acarició a los niños y bendijo a una embarazada. A cada gendarme le regaló una sonrisa y a todos nos transmitió una inenarrable sensación de paz.

Tardaré mucho tiempo en olvidar este privilegiado momento.