Tribuna

Bajo el signo del profeta Jonás

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Asumimos nuestra vida e historia en el horizonte de la fe en Dios Viviente.

La espiritualidad cotidiana del creyente, de la Iglesia, de sus pastores, ministros y ministerios todos, no puede eludir las realidades de los tiempos, espacios, culturas y procesos.

¿Cómo ser creyentes hoy y cuál es nuestra misión actual?

¿Cómo entablar nuestro diálogo de Iglesia con la humanidad de la que hacemos parte?

¿Cómo responder a las interpelaciones y desafíos planteados a la humanidad que cree, ama y espera, por aquella otra que solamente cree en sí misma, en su horizonte de saber, de hacer, de poder, de bienestar y fuerza?

Todo tiempo es lo que es. Y quienes lo contabilizamos, como protagonistas efímeros y testigos del acontecer y de sus impactos globales y locales, intentamos leer e interpretar “los signos de nuestros tiempos”, para ubicarnos y direccionar nuestros pasos y esfuerzos hacia metas comunes y posibles.

Desde la fe, especialmente la cristiana, podemos, además de leer el tiempo cósmico e interpretar el tiempo histórico, prever el tiempo “escatológico”, que los supera y concentra en la clave de la experiencia creyente: la resurrección de Jesús, el Crucificado victorioso sobre la muerte, la cruz, la transgresión y la culpa, sobre el fracaso de la vida y de la libertad humana.

En ese sentido, la fe nos permite pasar de los “signos” a “la única señal” que concentra la mirada creyente:

“No se le dará otra señal que la señal del profeta Jonás” (Mt 12,39. 16,4).

Considero iluminador de la misión profética de la Iglesia en este período de nuestra historia una nueva lectura del pequeño libro de Jonás.

Porque, como este personaje, único israelita en medio de paganos y de los adversarios y opresores de su pueblo, podemos querer, a nuestro modo, sustraernos de la misión que, a todas vistas, resulta azarosa y repugnante, entrando, no solamente en la desobediencia a la voluntad de quien nos envía, sino en franca rebeldía con que su misericordia se extienda al enemigo más vilipendiado, al opresor más despiadado.

Desobediencia y rebeldía, irritación y decepción, por el perdón que Dios da a quienes Jonás quería ver consumidos por el fuego, no impiden que, de mala gana y muy a pesar suyo, el profeta fugitivo del querer de su Señor, tenga que vivir esa “violencia del amor incontenible” del Dios único, no solo Dios de los judíos, sino también de los paganos y enemigos de su pueblo.

La predicación de Jonás, su “adentramiento” en la ciudad, para anunciar su destrucción, fue el gran signo del perdón como oportunidad para el arrepentimiento general de los ninivitas.

El final resulta un éxito completo.

“Los tiempos por venir serán muy exigentes para todos”

Meditando en el Mensaje del Santo Padre, el papa Francisco, para la celebración de la Jornada Mundial de la paz, en el inicio del 2017, titulado “La no violencia: un estilo de política para la paz”, creo que necesitamos, de nuevo, calzar nuestros pies con “el celo por el Evangelio de la paz” (Efesios 6,15).

Debemos superar las versiones políticas, ideológicas, y anímicas, a veces viscerales, acerca de la paz misma.

Que la paz vuelva a ser el bien evangélico, el don del Resucitado, el anuncio transformador que requieren nuestra patria y nuestro mundo. Bajo el Signo de Jonás, reconciliémonos a fondo con la misericordia divina.

Los tiempos por venir serán muy exigentes para todos. Exigirán discernimiento y audacia profética, firmeza en la fidelidad a Cristo Jesús, a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, al “ministerio del Espíritu” (2Corintios 3,8), presente hoy en la Iglesia, al Sucesor de Pedro que el mismo Espíritu ha puesto.

El protagonismo de Jesucristo, como el de Dios en el libro de Jonás, haga posible que nuestra misión eclesial sea fiel a la misericordia divina con todos y aliente a la humanidad entera en la esperanza de la paz y de la reconciliación universal.

Darío de Jesús Monsalve

Arzobispo de Cali