Serenos en la tempestad

(+Ciriaco Benavente Mateos– Obispo de Albacete)

“Si asumimos con humildad y ánimo de conversión el presente, quizá podamos empezar a adivinar, en medio de la oscuridad, destellos de un nuevo amanecer”


La barca de la Iglesia se ve sacudida con relativa frecuencia por vorágines de hondura y de altura. No son tempestades en un vaso de agua. A veces dan ganas de gritar como los discípulos: “¡Sálvanos, que nos hundimos!”.

Orando estos días, con el discurso de despedida de Jesús, me detuve en dos frases. En una descubría que, incluso en las horas de más oscuridad y fracaso, puede estar gestándose la luz y la gloria: “Ahora el Padre me glorifica, y yo glorifico al Padre”. Comprendo que no les fuera fácil a los discípulos, tan acostumbrados a pensar a lo humano, entender que, a la misma hora en que se urdía la tragedia del Gólgota, Jesús hablara de gloria. ¡Admirables paradojas de nuestra fe: que la salud esté en el fondo de la herida!

La otra frase, con sabor a testamento, es también aviso para navegantes de todos los tiempos: “Amaos unos a otros como Yo os he amado”. Da la impresión de que, en ese momento, Jesús se olvidara de lo que se le venía encima, que la única aflicción que pesara sobre él fuera que se quebrara la unidad, que sus hijos no se entendieran entre ellos, que la parálisis del miedo o la discordia arruinaran la fuerza del amor.

No perdamos la calma. Si asumimos con humildad y ánimo de conversión el presente, quizá podamos empezar a adivinar, en medio de la oscuridad, destellos de un nuevo amanecer. Y como la esperanza siempre va vestida con traje de faena, hay que emprender con renovado empeño la misión de  ser anunciadores y testigos del amor. No hay misión más bella en esta tierra. Es, ya lo dijo el Maestro, lo que volverá a hacer creíble a nuestra Iglesia.

En el nº 2.707 de Vida Nueva.

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