Salinger, silencio definitivo

El enigmático autor de “El guardián entre el centeno” muere a los 91 años

Salinger(Juan Carlos Rodríguez) El escritor invisible decidió en 1965 resguardarse entre el centeno, esconderse de la popularidad y del mundo, autocastrarse para erigir sobre su sombra uno de los mayores mitos de la historia de la literatura. Ya ha muerto. Esta vez el silencio es definitivo. Irreparable. Más allá de Holden Caufield, es Jerome David Salinger (Nueva York, 1919-New Hampshire, 2010) su propio mito. El escritor famoso por no querer ser famoso. El escritor que, en sí mismo, ha encarnado un enigma sin respuestas. ¿Por qué lo abandonó todo en la cúspide de su éxito? ¿Quién era realmente? ¿Por qué no publicó nunca más? ¿Deja manuscritos?

Es, por supuesto, “un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la historia del arte del No”, como escribió Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía (Anagrama). Ese No simboliza el “no escribir”, el “no a la fama”, el “no a la vida pública”, el “no a las entrevistas”, que ha hecho de Salinger una leyenda, por encima incluso de El guardián entre el centeno (1951), la novela de la que ha vendido más de 350 millones de ejemplares, y en la que se sustenta gran parte de su fama literaria. En ese Holden Caulfield que busca en las calles del Upper East Side de Nueva York lo absoluto, pero que no es capaz de encontrarse ni a sí mismo. Ese adolescente acorralado por la alienación, por la pérdida de la inocencia y por la estupidez, al borde mismo de un ataque de lucidez, que ha sido –y sigue siendo– lectura obligatoria, pese a que autores como Norman Mailer o John Updike hayan insistido en que era una novela muy sobrevalorada, echándola a los pies de los caballos de la crítica de un sector ultraconservador que ve en ese Caufield un ser tan mefistofélico como cáustico.

Fue autor de otros tres libros tan deslumbrantes como famosísimos –usando de nuevo dos adjetivos de Vila-Matas–, escritos en 12 años: Nueve cuentos (1953), Franny and Zooey (1961) y Seymour: an introduction (1963), que ya estaban inscritos en la historia universal de la literatura y que están protagonizados prácticamente por la inefable familia Glass: papá Les, mamá Bessie y los hermanos Seymour –Buddy, Boo Boo, Walt, Waker, Franny y Zooey–. Con ellos, como con Caulfield, Salinger insistió literariamente; primero, en no crecer con la inocencia que se esperaba y segundo, en temer a la muerte, a la vejez, al dolor, a la fama.

Un mito

Edición inglesa de "El guardián entre el centeno"

Edición inglesa de "El guardián entre el centeno"

Aunque, más que en sus personajes y en las leyendas que vincularon, por ejemplo, El guardián entre el centeno con el asesinato de John Lennon, la explicación del mito de Salinger no está tanto en “El Recluso” –ese calificativo con el que durante décadas se le ha nombrado–, sino en la revolución de su prosa y en la expectativa de qué hubiera sido capaz de escribir. O qué ha escrito. Porque con él habrá que ver si muere su literatura, esos manuscritos que la prensa norteamericana imagina depositados en una caja fuerte o al mismo Salinger reescribiendo la vida de los Glass una y otra vez, escribiendo diez páginas diarias desde 1965. Su última entrega editorial fue Hapsworth 16, 1924, una carta escrita por un Seymour Glass de siete años publicada en The New Yorker y tildada por la crítica en su día como lo peor de su narrativa, aunque algunos han querido ver en ella una especie de broma de Salinger para que le dejaran en paz.

Pero, ¿adónde habría llegado la prosa de Salinger? A veces, ya se sabe, “no escribir es un acto más valiente que hacerlo”, según Vila-Matas, pero mayor aún es no publicar, sobre todo cuando se ha sido capaz de construir una obra que ha influido como ninguna otra en la historia de la literatura del siglo XX. Esa levedad, ese sentido del humor, esa adjetivación pulcra y sorprendente, esa ligereza cuando se imponía la gravedad, la gravedad cuando aparecía la levedad. Por eso, Salinger nunca dejó de escribir. “Me gusta escribir. Amo escribir”, dijo en 1974 en una de sus raras entrevistas con The New York Times. “Pero escribo sólo para mí mismo, y para mi placer”. Frase maldita de la literatura de todos los tiempos. ¿De qué habrá sido capaz la máquina de escribir de Salinger, tan famosa como él? Esa máquina que dicen que se llevó a las trincheras de la II Guerra Mundial, tecleando interrogatorios a los prisioneros nazis mientras avanzaba la escritura de El guardián entre el centeno. Nunca dejó de ser un interrogador. Esto lo describe muy bien su hija Margaret en su libro biográfico titulado El guardián de los sueños: “La guerra, como algo inacabado, siempre estuvo presente en su cabeza durante los años que viví en casa. Incluso de adolescente, cuando llegaba a casa y empezaba a darme la lata con algo, como hacen los padres con los adolescentes. Le decía: ‘Papá ¡deja de interrogarme, ya!’. Y él contestaba: ‘No puedo evitarlo, es lo que soy’. No usaba el pasado sino el presente, como si todavía estuviera interrogando a los prisioneros. ‘Es lo que soy.’ Da un poco de miedo”.

Portada-TimePero ésa era también su literatura: preguntas y preguntas acerca de la vida, de crecer, del paisaje, de la ventanilla de los taxis, de Central Park, de la alienación, del entorno, de la familia, del amor y de la muerte. Parecía y parece que las respuestas no importaban tanto como hacerse la pregunta oportuna. Puede que la vida sea eso, interrogarse. Interrogarnos. Puede también que la vida se acabe sobre una trinchera, viendo a jóvenes alcanzar la muerte aún adolescentes. No se suele recurrir a Salinger como un escritor de guerra, pero es en la guerra donde nace su literatura. Su experiencia militar tuvo que resultar inolvidable, en el peor sentido de la palabra: participó en el desembarco en Normandía, vio morir a ocho de cada diez miembros de su compañía y, según su hija Margaret, fue uno de los primeros soldados estadounidenses en llegar a los campos de exterminio nazi; es significativo que prefiera no hablar de ello. A su primera mujer, Sylvia, la conoció en un hospital de campaña en Alemania, en donde estuvo recluido por “fatiga de guerra”. Para Esme con amor y sordidez tal vez sea uno de los mejores cuentos que se hayan escrito jamás sobre las consecuencias de la guerra para un soldado que no tuvo la suerte de morir.

Rodeado de leyendas

Margaret describe una estampa de su padre hierático y confundido: “Un día estaba de pie al lado de mi padre, tendría yo unos siete años, y estuvo durante una eternidad con la mirada perdida puesta sobre las espaldas de los jóvenes albañiles que construían una nueva parte de la casa, iban sin camiseta y el sudor brillaba sobre sus músculos bajo el sol. Cuando volvió a la vida, me dijo: ‘Todos estos chicos, tan fuertes, siempre estaban en las primeras filas, siempre eran los primeros en caer, uno tras otro’, dijo, haciendo un gesto con las manos como si apartase grandes montañas de cuerpos”. Grandes montañas de mitos, de leyendas, que definen al escritor fervoroso de la contracultura a la vez que le han dibujado durante décadas como paramilitar, ferviente republicano, intransigente, obsesionado por la comida macrobiótica, por perseguir jovencitas, por alcanzar una vida casi eterna. En cualquier caso, ahí está Salinger y su paradoja. La de un escritor que no escribía, la de un hombre que buscó a Dios obsesivamente sin darse nunca por satisfecho, la de un escritor brillante con una biografía –si hemos de creer a Margaret y a su segunda mujer, Joyce Manard– de un hombre obsesivamente cruel y enloquecido. “Su cuerpo se fue, pero su familia espera que siga estando con aquellos que ama, sean figuras históricas o religiosas, amigos personales o personajes de ficción”, podía leerse en el comunicado de su agente Phyllis Westberg confirmando su muerte. El silencio definitivo de J. D. Salinger.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.694 de Vida Nueva.

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