Delibes, ese dios tan humano

Adiós a uno de los grandes escritores en castellano de todos los tiempos

Miguel Delibes

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | La española no es una literatura de mitos. Y menos la contemporánea. Apenas hay autores que frecuenten ese lugar reservado a quienes son representación máxima del poderoso imaginario del español como lengua sin horizontes. Delibes lo es. Indiscutiblemente. Lo es, porque ya nos habíamos acostumbrado a hablar de él como si no estuviera. Confinado por su enfermedad en su casa de Valladolid. Ahí en donde la familia te acoge, te cuida, te ama. Delibes no estaba en sarao ni comidilla alguna. Estaba ahí, amparado por el amor, en su refugio de dios viviente y humano, muy humano.

Un refugio que ha abandonado a los 89 años, el 12 de marzo, para subirse a ese país del imaginario colectivo con Daniel ‘el Mochuelo’, con Niní, con Cecilio Rubens, con Menchu y con Mario, con Azarías y la Niña Chica. Porque Delibes son sus personajes. Sobre todo, Delibes quedará ya instalado en la Historia de la Literatura Española –ya lo estaba, pero toda muerte sirve para certificar lo ganado en vida– como un inimitable e insuperable hacedor de personajes. Ellos quedan, nunca se irán. Queda Delibes, la persona. El ejemplo. Que tampoco se irá nunca. Queda el novelista. En los epitafios y las necrológicas, el respeto a veces se confunde con la exageración o idealización. En este caso no: muere un escritor extraordinario, un buen hombre, impecable, humano y de fe. Vivo o muerto, Miguel Delibes ya estaba instalado en el alma, el corazón y la vida de los lectores.

Delibes admitía que sus novelas nacían siempre de la “visita” de un personaje. Y a su alrededor surgía la historia. Sí, ese Daniel que encuentra El Camino, esa Niní que sobrevive cazando Las ratas, ese Cecilio Rubens –burgués como pocos– de Mi idolatrado hijo Sisí, con Menchu rememorando Cinco horas con Mario, que inevitablemente vienen ahora al recuerdo de un texto que era –como todos— más biográfico de lo que parece. Sí, ese Azarías camusiano de Los santos inocentes, incluso El hereje Cipriano Salcedo. Todos ellos, y los que gravitan alrededor, son Delibes.

En cierto modo, el escritor lo había contado alguna vez. Cómo en sus libros y en su más íntima humanidad habitan estos personajes que, pese a las circunstancias, triunfan en el corazón de los lectores. “En todos mis libros hay un acoso del individuo por parte de la sociedad y siempre vence ésta”, decía Delibes. Personajes que también eran o nos representaban a todos nosotros, personajes siempre marginados, fastidiados, perdedores, pero que encerraban en ellos una humanidad rampante y una ternura escondida.Delibes-2

Memoria presente

Como en El camino (1950), novela en la que está Delibes al completo: realista y brillante, de humor sutil, nostálgico y, sobre todo, vitalista. Ese Delibes de lenguaje extraordinario y un poder omnímodo para encantar al lector con esta mirada al mundo rural, personificada en ese personaje imborrable que es Daniel ‘el Mochuelo’ y ese sentimiento tan humano de que nada se echa en falta hasta que se pierde.

La memoria está siempre presente en Delibes, en cada uno de esos cincuenta títulos –principalmente novelas y, en menor medida, relatos breves, ensayos, diarios, memorias y libros viajeros– que van de La sombra del ciprés es alargada (1947), su estreno novelístico y Premio Nadal, al ensayo La tierra herida (2005), su último testimonio de defensor de la naturaleza, escrito junto a su hijo mayor. La estela de una obra fecunda, ética y universal. Muy cercana, siempre.

Sí, ese señor de Valladolid, periodista, cazador, devoto, escritor, poeta, abuelo, humilde, caballeroso, académico, famoso, escribía sobre cada uno de nosotros. Señores Cayos, Eloys, Sebastianes, Gervasios García o Pacíficos Pérez. Esos personajes son Delibes y somos nosotros, españoles de diario, sobre los que Delibes posó su humanidad, su punto de vista, su capacidad de observación de cazador, su ternura. En esas novelas, en El disputado voto del señor Cayo, La hora roja, Aún es de día, Madera de héroe o Las guerras de nuestros antepasados; en toda la selecta obra de Delibes, señor y caballero de las letras, estamos nosotros, esa España nuestra: con sus miedos, sus culpas, su fe, su realidad.

La obra de Delibes, en su totalidad, se erige, sin más, en uno de los mejores retratos –si no el mejor– que se ha hecho de nuestro siglo XX. Porque, más allá de que sirve de referente del paisaje castellano, Delibes logró la proeza de contarnos, complementariamente en cada novela, un mundo. Y ese mundo es una España en transformación, y cada obra completa a las anteriores. Del mismo modo que Cinco horas con Mario se funde en Los santos inocentes, Mi idolatrado hijo Sisí se complementa con El disputado voto del señor Cayo, todo ello para erigir un retrato lúcido y realista de la España que va de los años 20 a la dictadura franquista.

Muerte-DelibesY, todo ello, con pureza, con inocencia, con maestría; o, lo que es lo mismo: sin delectación celiana, sin egos umbralianos o sin presunciones unamunianas. Más arriba que ellos, cerca de Josep Vergés, Rosa Chacel o Carmen Laforet, seguirá estando Delibes. Pero sólo reinando sobre los lectores, sobre la literatura española.

Delibes era un mito y era un hombre. Deja de ser hombre, pero sigue siendo mito, aunque sin despojos, sin vulgaridades, sin carnaza. Lo seguiremos viendo, cada día, cruzando el Campo Grande de Valladolid, mirando el mundo a través de sus personajes, hablando con nosotros en sus novelas, amando la vida, temiendo la muerte, como todos esos antihéroes rurales y ciudadanos.
“Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte mi biografía”, dijo al recoger el Cervantes en 1994, galardón que supuso el colofón a todos esos otros premios posibles. Él, Delibes, ha sido su personaje de personajes, su inspiración y su razón de ser. Ejemplo vivo –aunque ahora se nos haya ido– de que es posible llegar a ser titán de las letras sin ponerse el mundo por montera. Sólo con buenas palabras y no renunciando nunca al espíritu crítico, a la libertad o a la esperanza. Miguel Delibes esperando siempre a la siguiente novela para hablarle al mundo y decirle cómo nos ve, qué nos falta, qué nos sobra, qué buscamos, dónde podemos encontrar.

Análisis de la realidad

Ésa es la grandeza de su obra, no tan fieramente antropológica, sino más espiritual. Más humanística que un simple reflejo de la ruralidad en desaparición. No es una mera nostalgia del pasado, sino un análisis de aquello que perdimos o de lo que ganamos. Esta idea erige, por ejemplo, Los santos inocentes (1981), emocionante, sobria, perfecta. España de caciques y de sumisión, en la que Delibes enmarca a dos personajes únicos, dos inocentes: la Niña Chica y Azarías. Un lenguaje realista y riguroso para amparar una novela de dignidad y de compromiso contra el sometimiento, la ignorancia y el desprecio.

Mario Camus le puso a Azarías el rostro de Paco Rabal y su “milana bonita”, para acabar de redondear el prestigio inacabado de una novela fundamental para comprender a Delibes y esta España nuestra. Una trayectoria, una vida, que encontró su colofón literario en 1998. Cuando ya parecía –él mismo lo había sugerido más de una vez– que no habría más novelas inéditas de Delibes, sorprendió con El hereje, una novela de la España del siglo XVI. Nunca antes había hecho algo similar. No obstante, en ella está el Delibes de siempre: lo rural y lo urbano, la caza y la naturaleza, un hombre frente al mundo que le rodea y le aturde.

En el nº 2.700 de Vida Nueva.

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