Chopin o la música del corazón

El bicentenario del nacimiento del compositor polaco protagoniza los festivales de música sacra y clásica

(Juan Carlos Rodríguez) Estamos en el Año Chopin, y todos los pianistas del mundo le recuerdan a todas horas. Afortunadamente. Polonesas, mazurcas, sonatas, nocturnos, scherzos, baladas. Cuando creíamos que Frédéric Chopin (Zelazowa Wola, 1810-París, 1849) iba alejándose, que se olvidaba, regresa con toda la parafernalia de un bicentenario que lo redime como uno de los compositores más grandes y amados de la historia.

El 1 de marzo se cumplió la cita, pero es ahora cuando su espíritu llena innumerables festivales, incluidos de música sacra, por toda la geografía mundial. También en España. El Instituto Polaco de Cultura patrocina un amplio programa que se inauguró el 6 de marzo en el Auditorio Nacional (Madrid). Y que continúa con la presencia de intérpretes polacos en numerosas ciudades. El Festival Chopiniano de Cuenca, que comienza el 19 de octubre, será uno de los momentos cumbre, junto al maratón a doce pianos en el Teatro del Canal, en Madrid, el 8 de diciembre. Mientras tanto, grandes festivales, como el de Bilbao o el itinerario de citas de Música Sacra, tienen a Chopin como protagonista. Ya lo hizo Madrid, y también lo harán Badajoz, Almería, Segovia, Valencia…

La pianista de origen japonés Momo Kodama acaba de intrepretarlo en Bilbao. Su pasión sirve de ejemplo de esa devoción espiritual que hay detrás de Chopin de Oriente a Occidente: “Chopin fue mi primer gran amor en música. Hubo una época en que estaba muy centrada en él, pero después pasé por un periodo en el que fui alejándome para acercarme a otros autores, como Bach, que Chopin adoraba, o Messiaen, muy influido por él. Pero, unos años más tarde, volví a Chopin. Los pianistas siempre terminamos por volver con él, y este bicentenario es una buena excusa para hacerlo nuevamente. Además, es revelador de hasta qué punto Chopin es eterno, pues su música sigue desbordando sensibilidad y sonando moderna”.

Eso es. ¿Qué tiene Chopin? Contemporáneo y amigo suyo, Franz Liszt, otro virtuoso, afirmó de él: “Inclinémonos ante todos aquellos que hayan sido así más profundamente marcados por el sello místico; pero veneremos sobre todo con una íntima ternura a aquellos quienes, como Chopin, no han empleado esta supremacía sino para dar vida y expresión a los más bellos sentimientos”. El crítico Benjamín García-Rosado apunta que su modernidad permanece intacta, pero también la trascendencia de sus composiciones: “Hoy sabemos que Chopin, más que un compositor al uso, fue el inventor de un tipo de piano que ayudaría a precipitar la modernidad musical. Un piano íntimo, que no estaba hecho para ser escuchado en una sala de conciertos, sino en la familiaridad de un salón o en la soledad del intérprete frente a su instrumento. Hay una urgencia reveladora en la música de Chopin que consigue desenmascarar a quien la toca. Como una máquina de la verdad o un detector de metales, sus partituras apelan al sentimiento puro”.

Delicado patetismo

Jesús Bal y Gay escribió a mediados del siglo pasado una célebre biografía de Chopin en la que manifiesta: “Es uno de los compositores más puros, de mejor gusto que hayan existido jamás. La más rotunda negación de lo cursi. Pero su música está impregnada de un delicado patetismo, canta la mayoría de las veces a media voz y con melancolía, es preciosista en su ornamentación y en sus sonoridades”. Pero es otro compositor polaco y actual quien nos ayuda a afinar el retrato, Krysztof Penderecki: “Creo que su misterio es su enorme capacidad para escribir bellas melodías que son inolvidables. Uno escucha una mazurca de Chopin una vez, y ya no la olvida. Esto es algo especial”.

Muerte de Chopin, según grabado de Barrias

Intimidad, sentimiento, modernidad, melodía…, pero Chopin tenía también fe, necesidad de trascendencia, de hablar con Dios, de transmitir su melancolía, su felicidad, su pasión con su propia música y salvarse. “La fe no le quita nada al genio, a su arte, al contrario lo exalta y lo nutre”, según Benedicto XVI, y en esas palabras se explica el misterio de Chopin, compositor, pianista, místico. El filósofo argentino José Pablo Feinmann ha definido, o intentado, esa raíz chopiniana: “Creo que se trata de lo sagrado en el hombre, de lo divino sin Dios, de la trascendencia inmanente, del reconocimiento absoluto del Otro, de la santidad de la existencia, de la espiritualidad absoluta, imposible de ser profanada, eterna”. En cierto modo, el propio Chopin lo creía así. Un día, mientras tocaba, se le acercó el Gran Duque Constantino y le dijo: “He observado que mientras usted toca el piano, mira hacia arriba, no mira las teclas, mira hacia arriba. ¿Es que usted busca las notas en el cielo?”. Y él contestó: “¿No es allí de donde emana toda inspiración y toda belleza?”. Quizás, por eso, exiliado en París, quiso que a su muerte su corazón reposara en la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia.

Chopin, especialmente en Asia, es un compositor apreciado aun por encima de Mozart, Beethoven o Mahler, sobre todo por esa cualidad muy rara y especial, la intimidad. Chopin se dirige a ti, y solamente a ti. Eso le da una belleza y una profundidad que aún hoy desborda porque, incluso en la música clásica, el compositor también trata de imponer su pensamiento, sus ideas. Otro gran pianista polaco, Ignaci Jan Pandereswki, muerto en 1941, afirmaba que la obra de Chopin “es honda y violenta como un cráter en erupción. Con su música embelleció y ennobleció todo”.

Es la música del corazón: desbordante, intensa, circunstancial, porque a veces es eufórica, otras confortable, casi siempre melancólica. Como los preludios que compuso en Mallorca, en la Cartuja de Valldemossa, en donde se vio obligado a refugiarse cuando llegó a la isla con George Sand y sus dos hijos. Un viaje que no le hizo nada bien a su crónica enfermedad pulmonar, pero le inspiró algunas de sus obras maestras.

Los hechos en la vida de Chopin, que por otro lado ha sido carne de biógrafo por su intensa vida, por su personalidad cambiante –de ahí ese perfil que nos ha quedado: débil y melancólico, enfermizo, un tanto solitario y frustrado–, son reconocidos. Nació en Polonia en 1810, escapó de la vorágine revolucionaria de Varsovia y se asentó en París, enfermó de pulmón, pesaba menos de 45 kilos, era tranquilo, un pianista etéreo y angelical, dedicó gran parte de su obra a Polonia, vivió con George Sand y murió a los 39 años. Su vida fue como su música: la de un romántico. Ni Schumann, ni Mendelssohn, ni Berlioz, ni Schubert, los grandes románticos, transmitieron en el pentagrama su propia vida con la pureza con que lo hizo él. Quizás por eso su música es tan verdadera.

Aún desconocido

De acuerdo con George Sand: “A Chopin no le conoció, ni le conoce todavía, la gran masa. ¿Será menester que se operen grandes progresos en el gusto de la inteligencia del arte para que sus obras se popularicen? Llegará un día en que todo el mundo sepa que aquel genio tan vasto, tan completo, tan sabio como cualquiera de los grandes maestros con que se asimiló, encerraba una individualidad más exquisita todavía que la de Bach, más poderosa todavía que la de Beethoven, más dramática todavía que la de Weber. Es como los tres juntos, pero también él mismo, es decir, más refinado en el gusto, más austero en la grandeza, más desgarrador en el valor”. Exageradas o no, las palabras de Sand aún tienen razón. Pero, al menos después de 2010, al menos muchos que nunca le han escuchado, habrán tenido la oportunidad de escucharle, de dejarse llevar por la música del corazón. La música de Dios.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.707 de Vida Nueva.

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