¿Es necesaria una reforma de la Ley de Libertad Religiosa?

(Vida Nueva) El Gobierno socialista quiere una nueva Ley de Libertad Religiosa para una sociedad plural, pero ¿oculta tras ella otros propósitos? En la revista Vida Nueva, dos políticos, uno del PSOE y otro del Partido Popular, abordan esta cuestión.

Una reforma necesaria y oportuna

(José Antonio Pérez Tapias– Diputado del PSOE) Cuando la vicepresidenta Fernández de la Vega anunciaba en su comparecencia ante la Comisión Constitucional del Congreso la intención del Gobierno de promover la reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, estaba recogiendo una propuesta aprobada en la Conferencia política del PSOE de la que surgió su programa electoral. Teniendo eso su relevancia, lo importante es que tal propuesta y la consiguiente reforma legislativa, cuya puesta en marcha se comunicaba, responden a una necesidad de la sociedad española reconocida por amplios sectores de la ciudadanía.

La Ley de Libertad Religiosa, elaborada tras los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede que siguieron a la aprobación en referéndum de la Constitución en 1978, está vigente desde 1980. Han pasado casi treinta años, en los que ha prestado un buen servicio a la convivencia democrática, en conformidad con la aconfesionalidad del Estado definida constitucionalmente. El avance de lo que todo ello supuso respecto a la situación de nacional-catolicismo que se daba en la dictadura fue notable. Sin embargo, apreciado todo ello, hay que reconocer que la realidad social de España es muy diferente de la que existía hace décadas, y que la consolidación de nuestra democracia posibilita y demanda nuevos pasos en la regulación del derecho de libertad religiosa y de todo lo que la acompaña.

La sociedad española presenta actualmente una pluralidad que antes no podíamos ni imaginar. El pluralismo de opciones ante lo religioso se ha incrementado en una cultura más secularizada, debido en parte al ejercicio de las libertades propiciado por la democracia. Y la intensidad de los flujos migratorios, que han hecho de nuestro país una sociedad de inmigración, ha intensificado una diversidad cultural que comporta una pluralidad religiosa muy densa. Hay que poner al día, por tanto, los instrumentos para ordenar la convivencia de una sociedad tan compleja. De ahí la necesidad de reformar una Ley de Libertad Religiosa que fue pensada en circunstancias muy distintas. Es necesaria una nueva ley que contemple en toda su amplitud esa realidad plural para que contribuya eficazmente a regular los derechos de la ciudadanía en el ejercicio de sus libertades de conciencia, de asociación, de expresión, etc., en lo que afecta a su pertenencia a comunidades religiosas, cuando así sea. Es indispensable una legislación que establezca nuevos criterios para la colaboración de las confesiones religiosas con las administraciones públicas, procurando un trato igualitario para todas, sin lastre de privilegios confesionalistas. Hace falta plasmar normativamente el consenso social y político que debemos ganar acerca de cómo han de ubicarse y actuar las religiones en el espacio público social -que no es el espacio público de las instituciones políticas-. Si logramos que todo ello se perfile adecuadamente en una nueva ley orgánica, ganaremos mucho para la convivencia intercultural y, por ende, interreligiosa, en una sociedad secularizada, pluralista y democrática.

La reforma de la Ley de Libertad Religiosa hay que llevarla a cabo buscando una mayor coherencia con el principio de laicidad que debe acompañar a una democracia bien ordenada. Habrá que insistir, por si hay quien no lo tiene claro, en que la laicidad que se propugna no es antirreligiosa, persiguiéndose el objetivo de profundizar en la separación entre el Estado y las confesiones religiosas justo para, evitando interferencias ilegítimas desde un ámbito en el otro, lograr una relación sana entre aquél y éstas, haciendo posible a la vez la convivencia interreligiosa atendiendo a un principio de justicia que

impida toda discriminación. Una laicidad inclusiva, que considere el papel de las religiones en la sociedad civil, a la vez que refuerza el carácter democrático de un Estado de derecho emancipado de tutelas eclesiásticas, será la propia de una sociedad con una ciudadanía consciente de su mayoría de edad. En ella deben ubicarse los creyentes, dispuestos a asumir la laicidad del Estado por razones éticas y convicción política, además de por motivos religiosos que para ello también suministran sus respectivas tradiciones. Con esos nuevos mimbres y en un clima más sereno, estaremos en mejores condiciones para invitar a la Iglesia católica al imprescindible diálogo en torno a la necesaria revisión de los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede.

Las verdaderas intenciones de Zapatero

(Federico Trillo-Figueroa– Portavoz del PP de la Comisión Constitucional del Congreso) El anuncio por el Gobierno socialista de una Ley Orgánica de Libertad Religiosa que sustituya a la vigente de 1980 suscita todas las dudas sobre su necesidad y todas las sospechas sobre sus verdaderas intenciones.

La Constitución de 1978 resolvió ejemplarmente la trágica polémica en nuestra historia sobre el tratamiento constitucional del hecho religioso. Superando el viejo principio de confesionalidad del Estado vigente durante el franquismo, la Constitución acogió el derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto, consagrado en las Declaraciones Internacionales de Derechos Humanos, y que la propia Iglesia Católica propugnaba como principio de relación con los Estados desde el Concilio Vaticano II.

La aconfesionalidad del Estado nada tenía ni tiene que ver con el otro extremo de la histórica polémica: el laicismo. Propugnado por la tradición revolucionaria europea del siglo XIX, el laicismo, propio sobre todo del pensamiento francés, era la antítesis del viejo principio confesional de la religión oficial, y propugnaba, y propugna, no ya la neutralidad del Estado, sino su beligerancia ante el hecho religioso. De esta manera, ni la Iglesia Católica ni las demás confesiones tendrían más reconocimiento que un derecho asociativo, sin relación entre los ordenamientos jurídicos del Estado y de la Iglesia, sin reconocimiento civil directo de los actos religiosos como el matrimonio, y con merma del derecho a la creación de centros de enseñanza, cuando no la disolución directa de algunos institutos religiosos, como ocurrió en España con la Compañía de Jesús durante la II República.

La Constitución del 78, por el contrario, tras el reconocimiento de la libertad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado (artículo 16.1) contempla el hecho religioso como algo positivo, de manera que impone a los poderes públicos en el propio texto fundamental el deber de “tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (artículo 16.3).

En consecuencia, tras la aprobación por referéndum de la Constitución, el nuevo Gobierno de UCD, surgido directamente de las urnas, ratificó los Acuerdos hoy vigentes entre el Estado español y la Santa Sede, sobre asuntos jurídicos, económicos, de enseñanza y asuntos culturales, así como de la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas. (BOE de 15 de diciembre de 1979). Tras ello, se produjo la aprobación por las Cortes Generales de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa citada, de 5 de julio de 1980. Con posterioridad, en 1992 se suscribieron también acuerdos de cooperación con Entidades Religiosas Evangélicas, Comunidades Israelitas y la Comisión Islámica de España. Se trata, como puede observarse, de leyes y acuerdos plenamente constitucionales, dictados en garantía de un Derecho tan fundamental en una democracia. ¿Qué necesidad hay, entonces, de cambiar ahora todo ese grupo normativo? ¿A que “hechos nuevos” se refiere el Gobierno de Zapatero para justificar una nueva regulación? El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse sobre el contenido esencial de esos derechos y la vigencia de esos acuerdos, sin que se haya reparado ni la constitucionalidad de aquella Ley ni la de los acuerdos. No se trata, por tanto, de hechos jurídicos que pudieran afectar a la mayor o menor libertad de los españoles. Debe tratarse, sin duda, de “consideraciones políticas nuevas” que el Gobierno del Sr. Rodríguez Zapatero tiene sobre el hecho religioso en España. Y naturalmente que las hay; basta asomarse a la antología de disparates que sobre esta materia se han proferido por algunos candidatos socialistas en la pasada campaña electoral, para darse cuenta de las verdaderas intenciones del Gobierno. Se trata de, como amenazaron tales portavoces, “poner en su sitio a la Conferencia Episcopal Española” por el hecho de haber manifestado legítimamente su opinión sobre algunos asuntos sociales propugnados en el programa electoral del PSOE (aborto, opción de género, etc.). No podrá decirse, sin embargo, que la Iglesia Católica o la CEE hayan pedido el voto para alguien o contra alguien en la pasada campaña. Eso sí lo ha hecho alguna confesión islámica, pidiendo el voto abiertamente para el Partido Socialista. Seguramente son estos “hechos” los que merecen una distinta y nueva consideración al Gobierno del Sr. Rodríguez Zapatero.

Pero, nótese que los Acuerdos con la Santa Sede tienen carácter semejante al de los acuerdos internacionales, y en consecuencia, el Estado no tiene capacidad unilateral para cambiarlos; por eso, quizás han decidido empezar por la Ley de Libertad Religiosa. Quizá por eso, o tal vez porque, de esta manera, mantienen abierto el debate ya empezado en campaña contra los obispos durante los primeros años de esta legislatura. En cualquier caso, nada que pueda beneficiar a la libertad religiosa de los ciudadanos. Pero ya se sabe: a los ciudadanos no se les va a escuchar de nuevo hasta dentro de cuatro años; mientras tanto, serán el Sr. Rodríguez Zapatero y su Gobierno quienes interpreten lo que conviene a su libertad de conciencia. ¡Para eso esta la televisión!, y los obispos… ¡chitón! o se quedarán sin financiación.

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