Jovellanos, Ratzinger, y también Tarancón

Montaje-Jovellanos(Pedro Aliaga– Trinitario, historiador) Por los días de 2004 en que se firmaba en el Capitolio romano el Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa, el entonces cardenal Joseph Ratzinger elogiaba a la más selecta fila de políticos de la postguerra europea –K. Adenauer, R. Schumann, A. De Gasperi– por su política pacificadora, cuyo eje fue el vínculo de la acción política con la moral. Una moral hecha de valores reconocidos y válidos para todos los hombres. Estos políticos –cito textualmente– “no quisieron construir un Estado confesional, sino un Estado plasmado por la razón ética. Hicieron una política de la razón moral; su cristianismo no los había alejado de la razón, sino que la había iluminado”.

El elogiado rechazo a la política confesional por parte de estos políticos cristianos (de cuyas lides no es ocioso recordar la incomprensión por parte de Pío XII y el sufrimiento moral procurado a De Gasperi) me traía a las mientes una de las intuiciones más cruciales del cardenal español Vicente Enrique y Tarancón, que era la de oponerse a asociar a la Iglesia española con unas siglas políticas en la Transición del franquismo hacia la democracia. Incluso cuando desde la Santa Sede no se veía del todo mal una solución democristiana al caso español, Tarancón cortó por lo sano, recordando a monseñor Giovanni Benelli que España no era Italia, y que “lo peor que puede pasarle a la Iglesia en España es que aparezca aliada con fuerzas políticas, sean las que fueren”. De ahí la tajante prohibición taranconiana de jugar en política “con el apellido cristiano”.

No fue una idea coyuntural la de Tarancón, sino una intuición basada sobre el papel de la Iglesia en la construcción de la sociedad, y basada también sobre una reflexión sosegada y responsable ante la historia de España. “Sería un retroceso lamentable y de fatales consecuencias”, sintetizaría posterioremente, en sus memorias, don Vicente. El cardenal se situaba así en una tradición que a menudo ha sido marginada, por moderada, en los ruedos ibéricos, y cuyos padres bien pudieran ser el político Gaspar Melchor de Jovellanos (cuyo segundo centenario se acerca, pues falleció en noviembre de 1811) y el obispo Antonio Tavira Almazán, cuyos intentos fueron, según Julián Marías, tratar de reducir la identificación de la religión con el reaccionarismo político y económico en España. No lo lograron.

El siglo XIX vio a España lacerada por las guerras civiles, llamadas carlistas, en las que el apoyo de la mayoría del clero a la causa carlista dio renovados motivos para dicha identificación. Hecho incontestable: la intransigencia carlista atrajo el favor del clero español (G. Martina). La intransigencia clerical española fue señera en el siglo XIX y pasó al siglo XX, y queda suficientemente documentada en el Magisterio Pontificio, que llamó a la moderación. Botones de muestra: Cum multa y Cum huic opportuna temporum (León XIII, 1882 y 1890 respectivamente); Inter catholicos Hispaniae (Pío X, 1906).

José Ortega y Gasset manifestaba, en su España invertebrada, (1923) que la causa del anticlericalismo español era el estricto vínculo de la Iglesia con el poder público. Por ahí andaban los tiros de la reflexión de Salvador de Madariaga, que acusaba por aquellos entonces al clero de influjo “irritante”. Las cuentas de este rosario continúan con el triunfo de la CEDA en las elecciones de 1933, Confederación Española de Derechas Autónomas presidida por el ideal del “accidentalismo”: lo importante no es la forma del Estado, sino que éste defienda los intereses de la Iglesia. Los siguientes capítulos de esta historia son públicos y notorios.

Es muy probable que esa visión de conjunto de la historia de España y del rol de la Iglesia auspiciado por el Concilio Vaticano II sirvieran al cardenal Tarancón para invitar a las responsabilidades políticas de los católicos españoles en un ejercicio exclusiva y exquisitamente laical. Es decir, ajeno al clero.

“Ni que digan ni que den a entender que la jerarquía apoya”, concluía don Vicente, cuyo pensamiento hemos pretendido ilustrar aquí.

En el nº 2.701 de Vida Nueva.

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