La paciencia vence

(Juan María Laboa) Ricardo Blázquez es un subversivo evangélico, es decir, peligroso. Se arriesgó a ir a Bilbao porque quien pagaba las circunstancias era él mismo. Sin ambición, con las armas franciscanas de la paz, la humildad y la simplicidad, ha conseguido mantener su proyecto religioso y ser el heraldo del gran rey. En una estructura como la de la Iglesia española, en la que no faltan la astucia y las artimañas de pasillo, la limpieza de Blázquez, su sí, sí, o su no, no, resultan desconcertantes.

Si el desaparecido Arzallus tuviera sentido del humor y corrección dialéctica, admitiría el buen hacer de “un tal” Blázquez. A él le mandaron a Bilbao como a un tal González lo enviaron a Barcelona hace medio siglo. Éste fracasó allí porque su carácter era distinto y porque el clero catalán no tuvo la finura del vasco que, en las mismas circunstancias, han sido capaces de descubrir en el abulense cualidades que les han animado y convencido.

Catorce años son muchos, no tanto para sus feligreses cuanto para tantos pirómanos de la Conferencia Episcopal, de los periódicos y del mundo político que ansían ahormar a los eclesiásticos de acuerdo con sus intereses. El obispo de Bilbao se ha entregado al bien espiritual de su diócesis y no a los programas espurios de tantos enmascarados de pacotilla.

¿Conoceremos algún día por qué no ha sido promovido antes a sedes debidas que han sido ocupadas por insignes desconocidos? ¿Por atreverse a aceptar un puesto ofrecido por buena parte de sus hermanos? ¿Por trabajar en su diócesis con el entusiasmo y la dedicación de quien consideraba que era la sede de su vida? ¿Por no tramar en la sombra o porque el espacio estaba ocupado por quienes tramaban en otras direcciones?

Mientras tanto, sus diocesanos, convencidos de que su estilo era su manera de ser, le han aceptado, le han querido y hoy sienten su marcha. Y los de Valladolid se encuentran de fiesta.

En el nº 2.700 de Vida Nueva.

 

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