Unción de enfermos, entre lo sacramental y lo pastoral

Ilustración-unción(Vida Nueva) ¿Pierde la Unción de los enfermos su carácter sacramental en el ámbito más amplio de la Pastoral de la Salud? ¿Debe extenderse su celebración más allá del rito? El debate, muy claro en la teoría, no lo es tanto en la práctica. En los ‘Enfoques’, el dominico Pedro Fernández y el director del Secretariado Interdiocesano de Pastoral de la Salud de Galicia, Jesús Martínez Carracedo, reflexionan sobre este tema.

El milagro de la fe ilumina la enfermedad

Pedro-Fernández(P. Pedro Fernández Rodríguez, O.P.- Penitenciario en la Basílica Papal de Santa María la Mayor en Roma) La Jornada Mundial del Enfermo, que la Iglesia celebra el 11 de febrero, memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes, y el Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud, instituido hace ahora 25 años por el venerable Juan Pablo II, son expresión privilegiada de la solicitud maternal de la Iglesia por los enfermos, reflejo del amor salvador de Dios. “¿Olvida una madre a su hijo, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella te olvidara, yo nunca te olvidaré. Mira, en las palmas de mis manos te llevo tatuada” (Is 49, 15-16).

“La Iglesia, que prolonga en el tiempo y en el espacio la misión de Cristo, no puede desatender estas dos obras esenciales: la evangelización y el cuidado de los enfermos en el cuerpo y el espíritu. Dios quiere curar al hombre entero, y en el Evangelio la curación del cuerpo es signo de la curación más profunda, que es el perdón de los pecados (cfr. Mc 2, 1-12)”. (Benedicto XVI, 11-II-2010).

En la Carta de Santiago hallamos la oración de la Iglesia por los enfermos y, en particular, el fundamento y la praxis del sacramento reservado a ellos. “¿Sufre alguno entre vosotros? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos. ¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados” (Sant 5, 13-15). Este texto evidencia la presencia de Cristo en su Iglesia: es siempre Él quien actúa mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu, que cura y salva mediante el signo sacramental del óleo; es a Él a quien se dirige la fe, que se expresa rezando. El contexto es importante, porque Jesús, curando a los enfermos, muestra la presencia del Reino de Dios.

Cuando hablamos del sacramento de la Unción, nos referimos a los enfermos graves. “El tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez”. (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, n. 73). Es una lástima que algunos, celebrando este sacramento en un ámbito amplio de la pastoral de la salud, oculten su verdadero sentido sacramental, que es sostener con la acción de Dios y la fe de la Iglesia a quien necesita iluminar su enfermedad grave, uniéndose a la muerte y resurrección de Cristo y purificándose de las consecuencias de sus pecados.

En este Año Sacerdotal es preciso subrayar, como ha dicho Benedicto XVI, el vínculo entre enfermos y sacerdotes, una especie de alianza, de “complicidad” evangélica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe “llamar” a los presbíteros, y éstos deben llevar al enfermo la presencia y la acción del Resucitado. Aquí se advierte la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable, por el bien inmenso que hace al enfermo, provocando actos de fe y de esperanza, y el bien que hace el enfermo al mismo sacerdote y a los familiares y, a través de vías desconocidas, al mundo y a toda la Iglesia.

Los enfermos son en la Iglesia no sólo destinatarios de atención pastoral, sino sobre todo protagonistas, peregrinos y testigos de los prodigios que brotan de la Cruz y de la Resurrección de Cristo. Quien acompaña por mucho tiempo a las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro de la fe. La Iglesia, a lo largo de su peregrinación en la historia, llevando dentro de sí el dolor del hombre y el consuelo de Dios, tiene una palabra y un sacramento para el enfermo grave.

La Iglesia recupera la centralidad de la pastoral de enfermos, sabiendo que el sacerdote entra en las familias catequizando a los niños y acompañando a los enfermos. La fragilidad de la vida y la posibilidad de la muerte están en la memoria de la Iglesia, y así lo manifiesta en su modo de estar en el mundo. El sacerdote tiene una palabra de Dios para la familia que acoge una nueva vida y un sacramento para el enfermo que puede abandonar este mundo; una palabra de consuelo y un sacramento que dispone para recibir el viático de vida eterna. Pero el sacerdote debe hacerse presente en las familias y en los hospitales; vale más una presencia cristiana que mil palabras humanas.

La Virgen María es invocada y venerada como Salus infirmorum. Ella siempre ha mostrado, acompañando el camino de la Iglesia, especial solicitud por los enfermos. Así lo testimonian las miles de personas que, peregrinando a Lourdes, Fátima, El Pilar, Guadalupe, invocan a la Madre y encuentran al Hijo, Jesucristo.

 

Un sacramento para celebrar la vida

Jesús-Martínez-Carracedo(Jesús Martínez Carracedo– Director del Secretariado Interdiocesano de Pastoral de la Salud de Galicia) Cada vez que se habla de la Jornada del Enfermo, de la enfermedad o del sacramento de la Unción –que no son muchas–, surge un debate sobre la práctica de cómo vivir y celebrar este sacramento. Debate que en los documentos magisteriales está sumamente claro, pero que pocos de nuestros pastores han leído y reflexionado. Se siguen prácticas de antaño, frecuentemente pre-vaticanas.

El sacramento de la Unción es –o debería serlo siempre– un sacramento celebrativo, encuadrado (como fin o momento intermedio) en un proceso de acompañamiento al enfermo y su familia. Sólo desde la cercanía, la escucha, el diálogo evangélico y el compartir su vida y fe tiene pleno sentido este sacramento.

El estilo que empuja a bastante gente –afortunadamente cada día a menos, aunque a ritmo lento– a celebrar (¿o ‘a dar’?) la Unción sin un conocimiento del enfermo, sin un diálogo previo con él o sus familiares, sin saber si tenía o vivía la fe, debería ir desterrándose de nuestra práctica pastoral. Pues esta praxis suele ser indicativa de dos miedos del pastor-sacerdote: el miedo al encuentro con el enfermo, con sus preguntas y sufrimientos; y el miedo a que éste se condene, si muere sin recibir el sacramento.

Cristo se acercó, escuchó, preguntó por su fe y curó; pero lo que mejor hacía era curar con su presencia, con el tacto y el contacto, porque sólo su Persona en el encuentro con el enfermo ya era sanante, ya era sacramento, para el que tenía fe.

Así también, desde el Concilio Vaticano II, que afirma que “la Unción de los enfermos no es sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. (…) El tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” (Sacrosanctum Concilium, n. 73); pasando por el Ritual de la Unción y Pastoral de los enfermos, que dice textualmente: “Su administración reducida en la práctica a los moribundos, es considerada, desde el Concilio Vaticano II, como una limitación que hay que corregir” (Praenotanda, 44); hasta las palabras del Documento de los Obispos sobre Asistencia Religiosa Hospitalaria, que recuerda: “La celebración sacramental ha de constituir, habitualmente, la culminación de una relación significativa con el enfermo y el resultado de un proceso de fe realizado por éste. Los sacramentos no han de ser ritos aislados, sino gestos situados en el corazón de una presencia fraternal. (…) Esta presencia fraternal junto al enfermo del agente de pastoral y de todo cristiano tiene un valor casi sacramental desde la perspectiva de una Iglesia sacramento de salvación” (n. 69).

Como vemos, toda la línea teológica y pastoral de la Iglesia post-vaticana empuja a esta tarea. Este camino, reiniciado por el Concilio Vaticano II, nos tiene que llevar –obligatoriamente– a luchar por crear en nuestras comunidades una sensibilización eclesial para una evangelización en la pastoral de enfermos y de la salud, previa a que la persona enferme; a un conocimiento, acercamiento, diálogo y acompañamiento de fe y sacramental al enfermo y su familia, en el momento de la enfermedad; y a una presencia del agente de pastoral como ‘sacramento de la Iglesia’ en la casa del enfermo o en el hospital.

Los que trabajamos en el mundo de la salud y la enfermedad –soy capellán desde hace 11 años– observamos a diario esta necesidad con suma urgencia. El capellán no puede cambiar una praxis que no empieza a poner su base tiempo atrás, en el momento de la salud, desde la catequesis y la reflexión comunitaria y parroquial. De lo contrario, el sacerdote será cada vez más un portador de malos augurios y menos un portador de Vida y esperanza.

Ya lo apuntaba magníficamente el Ritual en sus Praenotanda: “Por eso será necesario revisar una pastoral exclusivamente ‘sacramentalista’, reducida al empeño de hacer aceptar los sacramentos, y una pastoral exclusivamente orientada ‘al bien morir’, que sólo lograría que los fieles vieran al sacerdote como mensajero de la muerte” (n. 59).

No se puede decir más claro. Además, el Señor nos ha anunciado: “He venido para que tengáis vida y vida en abundancia” (Jn 10, 10), lo que proclama esa necesidad de hacer del sacramento de la Unción un sacramento de sanación, de vida y esperanza. De lo contrario, olvidémonos del sacramento, porque desaparecerá de la praxis. Nadie lo pedirá. Nadie está dispuesto a celebrar algo que lo hunda más, sino solamente aquello que le ayude a “levantarse”.

Y les aseguro que los cristianos que han vivido esta otra forma de celebrar el sacramento lo viven intensamente, se sienten ‘tocados’ por el Señor, experimentan la ‘salud integralmente’, contagian la alegría de vivirlo y, si pueden, lo repiten. Y éstos han sido de los momentos más bonitos de mi ‘ser sacerdote’ en medio de la enfermedad.

En el nº2.696 de Vida Nueva.

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