Editorial

Reconocer la culpa y mirar al futuro

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Publicado en el nº 2.696 de Vida Nueva (del 20 al 26 de febrero de 2010).

Tres verbos fundamentales han marcado los encuentros de Benedicto XVI con los obispos irlandeses en relación con el escándalo de los abusos sexuales a menores por parte del clero: arrepentimiento, renovación y reconciliación.

El escándalo fue puesto de manifiesto en el Informe Ryan, en el que se detallaban los abusos que habían sufrido muchos niños que estudiaron en escuelas e internados regidos por órdenes religiosas. Meses más tarde, el Informe Murphy trataba igualmente de los delitos cometidos por sacerdotes acusados de haber abusado de menores entre los años 1975 y 2004. Su contenido desató las alarmas en la Iglesia, que ha visto en estos hechos una ocasión para el perdón, la renovación y la reconciliación.

El arrepentimiento ha de ser la premisa. Es necesario que no sólo cada uno de los acusados lo haga y manifieste, sino que también la misma Iglesia debe entonar el mea culpa y reconocer el pecado grave, el delito atroz y la infamia consentida. Es la dinámica que Juan Pablo II inició cuando no le dolieron prendas en reconocer públicamente los pecados de la Iglesia y pedir perdón por ellos, dando así un ejemplo a otras instituciones reacias a reconocer sus desvaríos.

Pero, además, renovación en el seno de la vida de la Iglesia irlandesa y en aquellas otras que se han visto zarandeadas por el escándalo. Es el momento de una renovación profunda en la vida religiosa y en el prebisterio diocesano, para que se cuide con esmero la formación afectiva en los seminarios y casas de formación, y se dispongan medios adecuados para una mayor atención y control de estas situaciones, particularmente las que afectan a menores. La renovación de la vida de la Iglesia nace de lo más hondo del pecado, y es en el lodo y en la injusticia desde donde ha de resurgir un modelo nuevo de ministerio consagrado, desde el respeto profundo a la dignidad humana, especialmente la de los débiles, como es el caso de los niños.

Y una reconciliación. La Iglesia debe en estas situaciones servir de instrumento de reconciliación, ayudando a la justicia sin ocultar los casos –como se ha venido haciendo en ocasiones– de forma escandalosa. Debe apoyar el programa de atención a las víctimas, desde lo económico a lo psicológico. Una reconciliación que nace de la justicia y que ha de llevar a todos a mirar hacia adelante, limpiando el pasado y reconstruyendo el futuro con esperanza y realismo.

El camino se presenta largo, y no sólo en Irlanda. También en los Estados Unidos, en donde la Iglesia se ha visto señalada también por esta situación, o recientemente en Alemania. En otros países se va abriendo la veda y la limpieza del tumor está siendo el primer paso para la recuperación del tejido eclesial y la credibilidad del mensaje de Jesús. Benedicto XVI ha abierto en su magisterio un espacio para condenar estos execrables delitos, declarando la tolerancia cero, apoyando a las víctimas y sancionando a los culpables. Es fundamental el apoyo a los obispos de estas Iglesias para que no pierdan la esperanza en los momentos en que han de remar con tormentas.