Pliego
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Gerardo Valencia Cano: apóstol de la no violencia

Como una bendición de la Esencia Divina, en mi búsqueda vocacional misionera tuve la suerte de estar en contacto con monseñor Leonidas Proaño, Víctor Garaygordobil (Ecuador), Samuel Ruiz (México), José Dammert Bellido (Perú) y Gerardo Valencia Cano; personajes de alto talante misionero que dejaron su imprimatur en mi alma, en el esfuerzo por la justicia y la paz, como pastores comprometidos con el pueblo. Un pueblo que impulsaba y daba sentido a su ministerio sacerdotal y episcopal. Ellos entendieron el llamado que los convocaba y los empoderaba a fin de hacer vivos los signos de los tiempos.

El ministerio sacerdotal de Gerardo tiene todos los rasgos “revolucionarios” de la construcción del Reino. Porque el Reino anunciado por Jesús fue, es y será, ayer, hoy y siempre, “revolucionario”. Por eso lo asesinaron los poderosos de su tiempo. He aquí un reflejo del pensamiento de Gerardo al respecto: “no confundo sacerdocio y política, pero sé que en este momento que vive una nación cristiana como Colombia el sacerdote debe ser por vocación ‘la levadura’ para el cambio que esperamos; y que su palabra y su acción, valientemente evangélicas, tienen que ser luz para los marginados y sirena de alarma para los dirigentes”.

En ningún proyecto se vio a Gerardo como represente legal, coordinador, director, administrador, gerente, jefe de personal, “dictador” o “presidente”. Su episcopado fue un episcopado de servicio, entregado al pueblo. No obligaba a nadie. Invitaba, generaba proyectos y los entregaba; proponía; retaba: “vos podés”, “vos sos capaz”, “anda y después venís y me contás”. No valían las excusas o disculpas. No admitía el “no sé”, el “no puedo” ni el “no soy capaz”.

Su vida y su testimonio fueron una profecía viva. Parte de la mañana atendía las llamadas al teléfono y su correspondencia; dejaba escrita de puño letra cada respuesta, para ser pasada a máquina en el papel con membrete del vicariato. Después de tomarse un tinto en el comedor, salía a visitar los barrios, a conversar con la gente; iba a sus casas a enterarse de sus necesidades, de sus angustias y problemas. Y compartía con ellos un tinto o lo que le ofrecieran. Bien podía llegar y encontrar que estaban discutiendo; que la abuela decía: “¡Carajo!”. Cuando eso pasaba, y ella veía a Gerardo en la puerta, se preocupaba; entonces él contestaba: “no te preocupes, los ajos son necesarios en la cocina”.

Nunca vi a la gente haciéndole fila para una cita. Hombre sencillo, de mirada profunda, de vestir austero, gozón de las cosas simples, lo mismo atendía en el atrio, en el bus, en la calle, en la sacristía, en el comedor, que en la oficina. No tenía chofer ni guardaespaldas. Él mismo manejaba la camioneta del Vicariato; ayudaba llevando las remesas de las misioneras al embarque del río Calima, sin que por ello perdiera su dignidad episcopal. Era inquieto, de andar de ligero, con las antenas puestas; siempre atento al acontecer de la realidad, no solo de Buenaventura, sino del mundo entero.

El pacto de las catacumbas

Antes de la clausura del Concilio, el 16 de noviembre de 1965, en Santa Domitila (Roma), se celebró el Pacto de las catacumbas. Participaron 40 obispos, liderados por Dom Helder Cámara. Allí se acordó una Iglesia servidora y pobre. Gerardo cumplió a cabalidad su compromiso. Se despojó de los arreos episcopales, de títulos y de privilegios. Pedía que se le llamara simplemente así: Gerardo, pero el pueblo le llamaba cariñosamente Moncho o “el hermano mayor”.

Lo conocí recién terminado el Concilio. Recuerdo que estaba en el comedor almorzando con los padres y entré a saludarlo. Intenté hacerlo de la manera acostumbrada, besándole el anillo, y no me dejó. Me quedé extrañada y sin saber qué hacer. El padre Alfonso Cárdenas me tranquilizó con sus gestos y me dijo: “tranquila, es que él acaba de firmar un documento en Roma y lo que ahí firmaron lo está cumpliendo”.

Tiempo después, en otra ocasión, llamó a mi madre y le dijo: “Ve, Margarita, échale un poquito más de agua a la sopa, que voy a ir a almorzar con ustedes”. Su metodología pastoral me hace recordar hoy el pasaje de Jesús con Zaqueo, que narra el Evangelio según San Lucas. En ese mismo almuerzo, al preguntarle: “Monseñor, ¿qué quiere de sobremesa?”, él me respondió: “Ve, vos, ‘Su Excelencia’ es Cantiflas, ‘Monseñor’ Carlos Ponte y yo soy Gerardo. Dame mazamorrita”.

Después del Concilio Gerardo llegó a Buenaventura a enfrentarse a las autoridades locales y del Gobierno, debido a los desalojos en la zona de Bajamar. Estos barrios fueron construidos por los habitantes del puerto, aprovechando la marea, haciendo rellenos con las basuras. Ellos mismos les pagaban a los hombres del municipio que hacían el aseo de la ciudad. Se conocía que habían muerto varias personas, entre ellos niños, ahogados. Sin que nadie se lo pudiera impedir, Gerardo se metió al barrial provocado por la draga de Puertos de Colombia que habían metido para derribar los ranchos. Su presencia evitó una masacre. Monseñor pasó muchas horas ahí. El pantanero ya le llegaba a las rodillas. Sin quererse mover, decía: “tendrán que pasar sobre mi cadáver”. Los bomberos lo sacaron a la fuerza y quedaron suspendidas las obras, debido a su actitud de compromiso y de entrega en defensa a sus hermanos afro.

Así se expresaba Gerardo al referirse a esa situación infame: “las gentes del interior del país, que visitan en Buenaventura los barrios de la marea: Venecia, Santa Mónica, La Playita, Lleras, etc., se quedan pasmados ante la miseria de estas pobres gentes que, además del hambre, la desnudez y el abandono en que viven, tienen que someterse al tormento del relleno de las calles con la basura que se recoge en la zona A (la zona donde vive la gente más acomodada). Aquellas pobres gentes no han podido vivir de otro modo: al pantano de la marea le tienen que agregar la basura y la inmundicia para poder caminar. Pobres hermanos nuestros de los barrios de la marea. Tienen que condimentar su hambre y su desnudez con la basura fétida que les llevan a un buen precio los carros del municipio”.

Su coraje y valentía viven en la memoria del pueblo porteño y de quienes lo conocimos.

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