Libros

Los niños sin infancia


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Crecimos en la guerra

Pilar Lozano

Editorial Panamericana

2014

184 pp.

Este libro comenzó a forjarse desde los días en que su autora era una dinámica corresponsal de El País de Madrid. Entonces, cubría lo mismo los asuntos políticos de Colombia, que los altibajos de la economía, las acciones de las guerrillas, los goles del fútbol o la picaresca de nuestros gobernantes.

Digo esto no porque el tema del libro ya apuntara en su agenda diaria sino porque ese conocimiento y difusión de los datos de la realidad evoluciona en el periodista profesional hasta convertirse en el talante del escritor.

El periodismo se hace como una percepción de la vida, y cuando esta se vuelve más que una percepción, creación y comunicación de esa vida, nace el autor de libros como este.

La crónica, al contrario de la noticia que muestra o responde a la curiosidad por lo que pasa, sitúa al lector en medio de los hechos, lo hace parte de los hechos, le vuelve imposible mirar a distancia, como desde una tribuna privilegiada, lo vuelve a uno carne y sentimiento de la historia.

En ese sentido, libros como este nos alteran, nos interpelan, se vuelven una voz que resuena con un silencio sonoro en el interior de la conciencia. No es un libro para entretenerse ni para matar el tiempo, sino para vivir el tiempo y hacerlo historia.

Hojeen Crecimos en la guerra y verán el desfile perturbador de los niños a quienes les roban la infancia y los expulsan del paraíso de la inocencia de los primeros años.

Verán a los hijos sin padres, o como decía Manuel, en el primer capítulo, con un padre malo y cruel y una madre “buenecita”, calificativo en el que se siente resonar la ternura del hijo que disimula la insignificancia de la madre.

En esta historia brilla, dentro de ese gris de un hogar fallido, el abuelo con su sabiduría de viejo y su afecto recreador.

En todos los niños que pasan por este libro ese es el gran dolor y origen de los males: la falta de un hogar. Es el problema de Ericson, el raspachín de 11 años que debía mantener a su mamá, sola desde que el papá se largó; Yeison iba al cocal desde los 6 años; y José, a sus 13 años sostuvo a 8 hermanos ayudado por su padre.

Desfila, como por una pasarela cruel, Yésica, a la que el desplazamiento y la vida impiadosa de un barrio de Soacha le endurecieron la infancia; Belkus, que disfraza su miedo con silencios que le dan rigidez de viejo a su cuerpo de niño. Y entra al escenario, entre los gemidos de su silla de ruedas, Mayra, con su cuerpo tan remendado como cobija de pobre (la expresión es de ella). Así la dejó la explosión de una bomba.

María Magdalena, Wolmer, Delia y María Isabel se estremecen cuando la memoria insiste en traer a escena a los asesinos de El Salado. Desde esa masacre que les arrebató las familias y la inocencia su vida transcurre bajo el signo del miedo y de la rabia. Aunque hay que advertir que también les dejó una madurez que, en otras vidas, tarda decenas de años en llegar.

Aún me falta mencionar otros personajes que desfilan por estas páginas. Ángela y Daniela, gemelas de 15 años; la guerrilla secuestró a Daniela y después la asesinó, cuando los padres de la niña rechazaron por extravagante e imposible un rescate de millones de dólares. Cierran el desfile los reinsertados que llegan a la casa abierta para ellos, con su niñez rota, con las marcas interiores del odio, la desesperanza, el miedo y las frustraciones. Los persiguen los recuerdos como sombras malas: el que vio asesinar a sus padres, el que llegó a la guerrilla cuando huía del hambre o de la crueldad paterna.

Alguno recuerda que pidió entrar a la guerrilla y que allí comprendió, cuando ya era tarde, su equivocación. Y da una explicación práctica, quizás real, el que dice que junto con su ropa de civil, guardó su infancia al uniformarse. Al desertar o reinsertarse confía en que retomará su condición de niño.

Hechos que vibran

Libros como este no son un producto de escritorio. Resultan de un ejercicio de la reportería, esa búsqueda de la realidad allí donde la historia humana se construye.

El clima, los olores, las voces, las vibraciones de estos hechos se sienten cuando la reportería se vuelve crónica que revive esa experiencia original.

Se trata de revelar unas dimensiones de la vida para que el lector a su vez viva con intensidad hechos como estos, de los niños víctimas. Esta es una revelación de una dimensión cruel de la vida, que tiene un poder interpelador, que inquieta e incomoda porque despliega ante los ojos y conciencias, realidades que nos hacen sentir que algo muy perverso y sórdido tiene que haber en una sociedad en que los niños estén creciendo así.

Veo, finalmente, que la calidad de este libro ha sido posible por la conjunción de dos factores:

La capacidad literaria de Pilar. Subrayé con placer expresiones como aquella que atribuye a Yésica, quien “parece acostumbrada a fabricar pensamientos tristes”. Describe a Yajaira diciendo que “las piernas le ocupan medio cuerpo”. La misma Yajaira disfraza el miedo y la tristeza con silencios. Hay un destello poético en el secreto de Yésica para eliminar sus sobresaltos. Mirar las estrellas: “siempre que me asomo está la misma estrella o no sé si será la misma”, explicó con su frescura de diez años.

La otra calidad que siento como un aire cálido que recorre este libro es la condición de abuela de la escritora. Como amorosa abuela, Pilar se acercó a estos niños, les inspiró confianza a estas criaturas asustadas y desconfiadas, se problematizó con ellos, rió con ellos y lloró con ellos. Por eso este es un libro atravesado por la ternura.

Javier Darío Restrepo

Actualizado
28/06/2014 | 00:00
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