Libros

‘La fe es sencilla’


Un libro de José Mª Avendaño Perea (Narcea) La recensión es de Pepe Rodier

La fe es sencilla, José María Avendaño Perea (Narcea)

Título: La fe es sencilla

Autor: José Mª Avendaño Perea

Editorial: Desclée De Brouwer

Ciudad: Madrid, 2015

Páginas: 164

PEPE RODIER | Un libro sorprendente. José María Avendaño Perea nos habla de la fe de su madre, Jorja, fallecida la víspera del 15 de agosto de 2015 en su pueblo de Villanueva de Alcardete. En el prólogo, el obispo auxiliar de Getafe, José Rico Pavés, nos hace una pregunta cuya única respuesta posible es la oración de agradecimiento: ¿cómo es el alma de la gente sencilla?

José María me habló mucho de su madre, y el encuentro con ella le hacía mucho bien. Aunque acortara sus horas de sueño, de sus breves visitas al pueblo volvía lleno de fuerzas para enfrentar la tarea cotidiana.

En los años 90 tuve la suerte de conocer a la señora Jorja en la casa de su hijo sacerdote, en el humilde barrio de San Nicasio de Leganés. Allí nos preparó un delicioso café con leche y galletas de su pueblo. Jorja y su marido, Cándido, me recibieron con mucho cariño. Me trataban como si me hubieran conocido desde siempre. Recuerdo que una joven vecina deprimida llamó a la puerta, y la recibieron con el mismo cariño. Sus rostros revelaban la bondad, la belleza discreta de dos personas ya mayores y atentas a cuantos acudían a esa casa. Son de esos momentos en los que uno disfruta de la cercanía de quienes te cuidan con su sola presencia y atención. Dos días antes de su muerte, volví a verla cuando ya esperaba el abrazo de Dios. El rosario sobre ella y la estampa de san Jorge en su mano.

He leído este libro como una meditación. En mi corazón volvía a ver a mi madre, Cecilia, una mujer de ciudad bien distinta. Al final de su vida, casi ciega, me pedía que le leyera algunas oraciones. “Vosotros los sacerdotes habláis muy bien –me decía–, pero no sé si lo vivís. No olvidéis que sois unos privilegiados que han podido estudiar”. El realismo de una madre que tenía sus dudas, pero que intuía que lo de Dios era muy importante.

“Es preciso descender a la realidad y perforarla para ir al encuentro con Dios…” (p. 23). Madeleine Delbrêl nos lo recuerda, y Jorja nos dice: “Somos suyos… Estamos en sus manos” (p. 30). A pesar de la muerte de dos hijos y de momentos en los que su familia vivía en pobreza, Jorja seguía con una alegría profunda, la de conocer a Dios: “Dios me ha hecho así y se lo agradezco, alegrando a la gente” (p. 35). “Hermosos, hay que querer la tierra y cuidarla… Hay que dar gracias a Dios” (p. 72). Y dice a su hijo: “Habla bien de Dios y haz todo el bien que puedas”.

Termino con el testimonio de Christian de Chergé, prior del monasterio argelino de Nuestra Señora del Atlas y asesinado con casi toda su comunidad. Él mismo vivió algunos años de su infancia en Argelia, y su madre le decía: “Christian, debes estar atento a la fe de nuestros amigos musulmanes, son hombres y mujeres de fe. Escúchales con mucho respeto y admiración”.

Es el valor de las madres en todos los rincones de este mundo inmenso y tan diverso. Las madres van a lo esencial. Gracias, Jorja; gracias, Cecilia; gracias a la madre de Christian. “Te doy gracias, Señor, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11, 25).

Te aseguro, amigo lector, que este libro te hará descubrir algo del alma del pueblo sencillo.

En el nº 2.973 de Vida Nueva

Actualizado
22/01/2016 | 00:29
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