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El surrealismo de la gente corriente


Luis Rivas reseña La gente corriente de Irlanda (Nórdica, 2014), recopilación de crónicas de Flann O’Brien para The Irish Times

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Título: La gente corriente de Irlanda

Autor: Flann O’Brien

Editorial: Nórdica Libros, 2012

Ciudad: Madrid

Páginas: 416

LUIS RIVAS | “Solo atrae la atención de los guardias”, escribió sobre sí mismo en boca de un heterónimo. Pero no era del todo cierto: también lo acosaban los acreedores. Por Flann O’Brien, el seudónimo de novelista del nacido como Brian O’Nolan (Strabane, Irlanda, 1911-Dublín, 1966) se interesaban, asimismo, Joyce, Beckett, Burguess, Kavanagh, Borges, Graham Greene o Dylan Thomas, sorteando los obstáculos de ese travestismo nominal a prueba de egos que lo llevó a firmar artículos como George Knowall, Brother Barnabas, Count O’Blather, John James Doe, Peter the Painter o Winnie Wedge. De Myles na gCopaleen, sobrenombre bajo el que durante 26 años publicó sus columnas en The Irish Times –recopiladas ahora en la antología de crónicas periodísticas La gente corriente de Irlanda– aseguró haber cazado al vuelo comentarios como “jamás sobrio”, “vender a su madre por dos cuartos”, “barriga llena de brandy, y los miserables hijos sin un harapo que ponerse” y, sin duda, la peor de las calumnias: “Creo que nació en Manchester”.

Acaso O’Brien no fuera menos pesimista que sus colegas, pero el absurdo de la existencia se supeditaba en sus días al problema concreto del rugir de sus tripas. Para él, la supervivencia consistía en no tomarse demasiado en serio y apelar a la humildad del humor para sublimar el cinismo en ironía, una receta que no le habría venido nada mal a Beckett. Si no publicaba, no comía, y algo mucho peor: se veía obligado a permanecer sobrio. El agudo factor del hambre, potenciado por la sombra de la censura y la posibilidad de dinero rápido, incidió definitivamente en el hecho de que sus columnas periodísticas estén al nivel de sus mejores ficciones.
 

Críticas locales

Myles na gCopaleen comenzó escribiendo sus columnas en gaélico, pero su mofa constante del nacionalismo le valió no pocas críticas a nivel local. En realidad, el escritor había sido educado exclusivamente en lengua irlandesa y se vio obligado a aprender el inglés de forma autodidacta, iniciándose a los siete años con los libros de Dickens, con quien habría de compartir lectores, desde las antípodas de Wilde. Muchas de las cartas de queja contra su persona empleaban en el insulto un vocabulario similar al suyo, por lo que es razonable sospechar su autoría en las mismas. Como indica Antonio Rivero Taravillo en el prólogo de La gente corriente de Irlanda:

Bien estaba que O’Brien hablara de Joyce como an Seóigheach (algo que es correcto en irlandés)…, pero era de todo punto ridículo… convertir a Katherine Hepburn o Clark Gable en, respectivamente, Caitlín Ní hIbirne o Cléireach na Binne, como hizo nuestro autor en su columna. Esto era ya, simple y llanamente, coña marinera.

En sus habituales alardes de pedantería, O’Brien introducía términos del francés y del alemán, e incluso del manx de la Isla de Man, en columnas escritas en gaélico con estructura en lengua inglesa. Una de las principales características de su estilo es la subordinación absoluta de la acción al surrealismo, amplificándose el desdén por la lógica a todo lo que no sea lenguaje, proponiendo una superposición de hilos y voces discursivos. A su juicio, todo el corpus de la literatura existente se debería considerar un limbo del que los autores con criterio podrían sacar sus personajes según la necesidad, creándolos solo cuando no consiguieran encontrar una marioneta adecuada que ya existiera.

Así las cosas, no resulta complicado imaginárselo exponiendo a los parroquianos de los pubs próximos al diario la tesis de que los ricos necios contrataban, “a cuatro peniques la esquina doblada”, a subrayadores y deterioradores profesionales de libros, para dar la impresión de que su biblioteca había sido utilizada y ganar, así, “prestigio a ojos de los amigos ridículos”.

O’Brien falleció un 1 de abril, día de los Santos Inocentes en Irlanda. Joyce, casi ciego, devoraba sus textos con la ayuda de una gran lupa, y Dylan Thomas consideraba que sus libros eran “ideales para regalar a una hermana… si es una chica borracha, sucia y malhablada”. Para Updike:

En la prosa de O’Brien hay una desenvoltura luminosa, una gracia punzante que resplandece en cada página… O’Brien posee, como Beckett, el don de la frase perfecta, el arte, que los dos aprendieron de Joyce, de infundir al lenguaje normal una tonalidad lírica.

No está mal para “un bebedor con problemas de escritura”, como él mismo solía definirse.

En el nº 2.914 de Vida Nueva

Actualizado
24/10/2014 | 07:00
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