Editorial

Santos para una reforma

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Pablo VI y Romero ya son santos. El Papa les ha canonizado en una multitudinaria ceremonia en la que también ha reconocido la santidad de otros cinco testigos del Evangelio, entre ellos, la española Nazaria Ignacia. Sin desmerecer la heroicidad de todos ellos, lo cierto es que resulta harto significativo que justo en este momento del Pontificado bergogliano se haya elevado a los altares a Montini y al arzobispo salvadoreño.



Ambos son mártires de su tiempo, tanto por las hostilidades del mundo que vivieron como por la incomprensión de la propia Iglesia. En el caso de Romero, el martirio se consumó a través de la bala que atravesó su corazón, fruto de su compromiso inequívoco con un pueblo castigado por los poderosos, del que fue defensor y profeta. En el caso de Montini, a través del rechazo a su empeño por dialogar con la modernidad y a su espíritu democrático en el seno eclesial.

Los dos sufrieron el ostracismo tras su muerte. Romero, bajo una injustificada sospecha que petrificó su proceso de canonización al ideologizar, erróneamente, un magisterio y un testimonio de vida propio de un doctor de la Iglesia. Pablo VI ha padecido el olvido de quienes reinterpretaron el Concilio Vaticano II para apropiarse solo de aquello que se acomodaba a su discurso y frenar en seco su aplicación integral.

Hoy, en medio de las tormentas por los casos de abusos sexuales, las resistencias internas y el prometedor Sínodo de los jóvenes, Francisco sitúa en la peana a dos referentes de creyente, pastor y profeta “de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres”. A ellos no solo encomienda su Pontificado, sino toda la reforma que se trae entre manos. Y es que, solo con la valentía y arrojo ligados a la persecución de Pablo VI y Romero, se puede romper con el clericalismo y la autorreferencialidad. Así lo manifestó en la homilía de la canonización, en la que una vez más Francisco resultó incómodo para quienes le escuchaban al llamar a “dejar las riquezas, la nostalgia de los puestos y el poder, las estructuras que ya no son aduladas para el anuncio del Evangelio”.

En aquel manuscrito que encumbró a Bergoglio en las congregaciones previas al cónclave, solo incluyó una cita. Su programa de gobierno se resumía en una expresión de Pablo VI: “La razón de ser de la Iglesia es la dulce y confortadora alegría de evangelizar”.

Si aún hay quien dude del rumbo del Pueblo de Dios en manos de Francisco como nuevo timonel conciliar, no es necesario que le pida cuentas por escrito. Basta con mirar a la logia de las bendiciones de San Pedro el 14 de octubre para descubrir en el balcón principal a Montini y a Romero. Ellos son la respuesta. Ellos son el modelo de Iglesia. Para todos.

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