Editorial

La paz difícil

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El hecho parece desafiar la lógica: de un episodio que polarizó la opinión pública colombiana surgió, de modo inesperado, la conciencia de que la paz solo resulta cuando se dejan de lado los intereses individuales o de grupo y se toma como gran prioridad el bien común.

El SÍ y el NO del plebiscito fueron fórmulas políticas, trincheras desde donde, divididos, los colombianos disparamos contra el diferente.

De haber continuado así las cosas, habríamos tenido una paz como victoria de unos y como derrota de los otros; pero la paz debe ser la victoria de todos.

El inesperado triunfo electoral de la oposición cambió ese curso de los acontecimientos. Fue significativa la coincidencia inicial de los tres actores del hecho. Antes del conteo final de los votos, desde las FARC llegó el mensaje tranquilizador: “las FARC mantienen su voluntad de paz y su disposición de usar solamente las palabras como armas”. Después fue el presidente Santos quien notificó al país: “convocaré a todas las fuerzas políticas para escucharlos, abrir espacios de diálogo y determinar el camino a seguir”. Minutos más tarde el jefe de la oposición prometió: “queremos aportar a un gran pacto nacional”.

Los tres actores habían descubierto que por sobre sus particulares puntos de vista había que salvar el superior interés de la sociedad y que los tres deberían aplicarse a la creación de mecanismos que defendieran la paz.

La paz equivale al nacimiento de una cultura nueva

Así el bien de la paz se vio como objetivo de todos, que no debía ser interferido por ningún otro interés. Fue una comprobación que dejó al descubierto el gran obstáculo con que han tropezado los que le han apostado a la paz en los dos últimos siglos. Una y otra vez el obstáculo ha sido los intereses de grupo, sean políticos, gubernamentales, religiosos o de región. Cada uno de estos grupos, o todos ellos, pretendieron convertir sus intereses en la máxima prioridad y subordinaron lo demás, incluida la paz, a ese interés.

Las reacciones de los tres protagonistas del plebiscito dejaron atrás esa historia, hablaron el lenguaje nuevo de la paz sentida como la mayor de las prioridades. La paz es difícil porque subordina todos los intereses y demanda un cambio cultural.

La creación del clima propicio para la paz, hecho de tolerancia, reconciliación y apertura al otro, supone un cambio en el interior de las personas y, por tanto, el nacimiento de otra cultura. Esto va más allá de cuanto pudieran lograr campañas publicitarias, movilizaciones políticas o manifestaciones públicas. Eliminar odios, renunciar a las venganzas, acoger a los que se había mirado como enemigos son acciones que comienzan por una decisión personal que cambia actitudes, lenguaje, miradas y trato.

Ese cambio está lejos del alcance de gobiernos, partidos y agentes del poder. Es un logro de la decisión libre de cada persona. Por eso la paz es difícil.

Cuando se hizo el recuento de los votos del 2 de octubre, la división del país se hizo palpable: el centro había estado por el NO, y la periferia habían optado mayoritariamente por el SÍ. Es una división geográfica que adquiere hondura cuando se comprueba que las víctimas se concentraron en la periferia y sintieron la violencia en su carne, mientras los menos afectados estuvieron más inclinados a un acercamiento racional al fenómeno y optaron por el NO. Dos visiones que se complementan y que no tenían por qué excluirse.

Además, queda esa cifra preocupante: la de los abstencionistas. ¿No quisieron tomar parte en lo que les pareció una trivial contienda política? ¿O no le vieron importancia a una violencia para ellos lejana? Aparece ahí un aspecto negativo de un hecho que finalmente mostró que la paz, lejos de ser un asunto político, o de solución de un caso de orden público, equivale a la creación de una nueva cultura y a estrenar un alma nueva. Cuestiones que la hacen difícil y la sacan de las manos de los políticos o de los propagandistas y la dejan en las de los hombres del espíritu.